El mar de la ciudad de Panamá bien podría ser una leyenda. Desde el parque el mirador de El Dorado, al menos, el Pacífico casi no se ve. Decenas de edificios, moles de concreto, se convierten en una cortina mezquina y elitista que cubre con su manto de modernidad la vista al mar.
Apenas, en un extremo, que a simple vista pareciera ser cerca de Boca la Caja, se rompe la censura y se ve un poco de aquel azul brillante en el horizonte. Es un espacio mínimo, muy pequeño, y de repente vuelven las colosos de acero y cemento a levantarse para obstruir la vista hacia el océano.
Hace algunos años, no muchos, el mar estaba abierto para quienes lo querían observar. Desde cualquier elevación, la inmensidad del mar se dejaba seducir. Ya no es así. Desde aquel parque de El Dorado, incluso, el mar tuvo que ser alguna vez la joya del lugar. Es un lugar pequeño, con pocas bancas. Un espacio barrial más bien, con veraneras, un “gazebo” y un área con varios árboles en los que se posan aves y desfilan iguanas.
En aquella loma de Betania, el sonido que predomina es el del viento, que trae consigo por estas épocas el olor del verano, con notas de frutas y de flores, de hierba seca. Olor a calor. En el “gazebo”, un joven se sienta junto con una maleta de la que saca un atril. Se trata de Elyasaf Herrera, un violinista de la 24 de Diciembre que toma clases musicales con un maestro que vive cerca del parque. Dice que allí lo espera todos los días que tiene clase, que el parque le gusta, que es tranquilo, que sopla buena brisa. Dice, además, que cuando espera se dedica a eso, a esperar. No aprovecha el parque más que para untar de resina el arco de su violín y recorrer con los dedos todas las curvas y cuerdas de su instrumento.
Mientras Elyasaf continúa en su ceremonia, una pareja se baja de un vehículo rojo con unos envases de hielo seco dentro de una bolsa roja. Allí llevan su almuerzo. Un poco después aparece una mujer de gafas oscuras con un perro, que se sienta bajo uno de los árboles mientras su mascota corre con desenfreno sobre la hierba. También aprovecha para comer.
Pero, más que un lugar de almuerzo, el parque también es un centro de inspiración. Así lo cuenta la poetisa Corina Rueda Borrero, que hace varios años descubrió el parque, gracias a un amigo, y allí ha dejado varias de sus memorias más importantes. “Allí cito a personas para conversar, he celebrado cumpleaños de amigos, he llorado, he reído”, dice.
También ha escrito varias de sus poesías observando hacia el horizonte. Preferiblemente, cuenta ella misma, de noche. Asegura que le gusta imaginar cuando no había edificios, cuando el mar estaba allí para todos. Cuando la inmensidad de aquella masa de agua engalanaba el horizonte desde aquella loma. En realidad, desde tantas lomas.