Se quema la historia viva. La de la humanidad, la de la cultura, la de la región. El fuego calcinaba sin tregua las memorias de una civilización que guardaba el Museo Nacional de Brasil, un edificio majestuoso y valioso que las últimas gestiones gubernamentales habían ignorado, al punto que casi no había presupuesto de mantenimiento, ni seguro ni una brigada de bomberos. La cultura menospreciada.
El museo más importante de Panamá, el Museo Antropológico Reina Torres de Araúz, pareciera padecer de una indiferencia similar. Ya van ocho años desde que el museo dejó de exhibir su colección, información vital en la panameñidad, y ya van cinco años desde que ni siquiera se puede entrar al museo.
Dice Yamir Vergara, la única funcionaria en el inmenso edificio, que ya el Instituto Nacional de Cultura (INAC) licitó la restauración y que pronto se podrá volver a observar el legado de nuestra cultura, que hasta ahora permanece en el museo -menos el oro-, a merced de unos cuantos extintores viejos, por cualquier cosa.
El edificio, entonces, funciona como un depósito. Lo revela el silencio que habita los pasillos que, en teoría, debiera ser una fiesta cultural. Afuera, el contraste de la Plaza 5 de Mayo, con los asistentes de los diablos rojos -pavos- que gritan desaforados que ya casi salen hacia Chepo. Un poco más allá, gente que camina, que compra y vende, y la plaza en sí, con un pequeño obelisco en honor a los bomberos caídos el 5 de mayo de 1916 en una explosión, conocida como El Polvorín. Un monumento que, tras la catástrofe de Brasil, pareciera advertir de los peligros de la ignominia.
La estructura del museo es también en sí un baluarte de la historia nacional. Fue allí donde en 1913 se inauguró la nueva estación del ferrocarril, que antes estaba donde hoy se levanta el Mercado de Mariscos. La estación era imponente y, según un documento preparado por el INAC en 2005 sobre el museo, “recordaba el espacio abovedado central de la estación de tren más monumental de Estados Unidos en ese momento, la de Pennsylvania en Nueva York”, con sus imponentes hileras de columnas, muros estucados, grandes ventanas semicirculares y baldosas de terracota.
Afuera, sin embargo, nadie se detiene a apreciar el edificio. Ni el padre que camina con su hija de unos 10 años, ni la niña indígena de unos 12 años que pareciera deambular sola por el lugar, ni las dos mujeres que cargan una cámara y observan un mapa. Quizás por la cerca y el polvo, quizás porque no hay información visible.
Es el olvido que seremos, como alguna vez escribió Borges y como tituló una de sus novelas Héctor Abad Faciolince. Es la indiferencia caníbal, hecha fuego, que carboniza las memorias, como en Brasil, o como en el Casco Antiguo, donde se quemó la casa Boyacá -o la casa barco-, edificada a finales del siglo XIX y de la que hoy solo quedan los damnificados que viven en un colegio que se cae a pedazos y que reclaman volver a tener un hogar.