Danzan las pelotas blancas dentro de su cárcel metálica. Giran, saltan, se chocan. Hasta que se escucha la voz de alto y el ánfora se detiene en seco. Entra la mano, usualmente de un infante, y saca la balota.
En la plaza Víctor Julio Gutiérrez todo el mundo mira atento. Se detiene el tiempo hasta que el gobernador la logra abrir y canta el número. “Cinco C”, vocifera. La mayoría de los que lo observan, por no decir todos, pone rostro de desilusión y apunta en una libreta. El semblante de fracaso les dura poco, hasta que el ánfora vuelva a girar y comience la combinación del segundo premio del sorteo de miercolito.
Es mitad de semana en la plaza principal del edificio de la Lotería Nacional de Beneficencia (LNB). En el público hay unas 50 personas, casi todos adultos mayores. Desde afuera de la reja, mirando hacia el monumental edificio de los Archivos Nacionales, otras 20 personas observan el sorteo. El ambiente es tranquilo, menos en la tarima, donde suben y bajan personas, muchas de ellas maquilladas y bien vestidas, pues aprovechan la transmisión en directo de las principales televisoras nacionales para anunciar algún evento.
Al fondo de la plaza, una señora está sentada con una libreta muy pequeña. “Hace rato que no venía. Tenía como cinco sorteos sin poder llegar”, dice Maritza de Moreno, de 76 años, y quien asegura que tenía que hacer unas compras en un supermercado cerca, por lo que decidió ir al sorteo. Ha ganado, pero nunca lo ha hecho estando en la plaza.
Tampoco Víctor Calderón, de 70, y que va a todos los sorteos, menos a los del Gordito. “No me gusta el Gordito, uno no gana nada”, dice. En su mano, una hoja de papel en la que apunta los resultados. Aclara que solamente compra dos números: su edad al derecho y al revés.
La plaza, remodelada durante la gestión de la presidenta Mireya Moscoso, carece de vida. Dice una funcionaria, que prefirió no revelar su nombre, que los domingos es que la cosa se pone buena. Que hay diferentes puestos de instituciones, venta de artículos y hasta música en vivo. En este sorteo de miércoles de septiembre, apenas si hay un puesto de la Defensoría del Pueblo con una chica de rostro inmutable al frente.
El nombre del lugar es en honor a un famoso locutor de la lotería de mediados del siglo pasado que, como tantos otros en Panamá, nació siendo colombiano y murió siendo panameño.
El edificio de la Lotería, desde cuyas ventanas muchos funcionarios observan el sorteo, fue construido en 1977, siendo en ese año el más alto de Panamá. El edificio, de acuerdo con varios arquitectos, es un perfecto ejemplo del diseño que toma en cuenta su ambiente, pues a diferencia de las torres de vidrio modernas, que deben tener un sistema de enfriamiento poderoso para contrarrestar el calor que produce su reflejo, los aleros de la Lotería son hechos especialmente para reducir el calor del trópico.
En el fondo de la plaza, colchones, refrigeradoras, lavadoras; artículos que compra la Lotería y que dona, papeleo de por medio, a quienes lo necesitan. También hay escombros de conmemoraciones especiales. Por ejemplo, sobre una caja descansa el torso de hielo seco de Blas Pérez, cuya cabeza, al igual que la de Román Torres, aparece en un pequeño basurero. La fiebre del Mundial desechada.
“Cuatro”, grita el gobernador. Es la última cifra del tercer premio. Nadie ganó, aparentemente, pues nadie celebró. En unos pocos minutos se vacía la plaza y salen los billeteros, casi que de inmediato, a comenzar la venta de los boletos del sorteo dominical. La esperanza resurge.