El rugido del motor retumba entre las paredes del templo. Como el rumor de un trueno aplastante que se dibuja en el firmamento en una noche de tormenta. El origen del sonido, sin embargo, es mucho más mundano. Se trata de un autobús, un diablo rojo, cuyas troneras escalan hasta el mármol pulcro del templo hindú, en la Ricardo J. Alfaro.
El fragor se cuela entre las columnas doradas, la lámpara del cristal que cuelga en el centro del salón principal y el hilo de agua que corre a un costado de una pequeña estatua negra de Shani Dev, dios de la justicia.
Sobre la cima de un pequeño cerro, este templo del hinduismo, construido en la década de 1980, se alza como el más grande de esta religión en el país, donde hay otros tres más. Es un lugar silencioso, hospitalario y abierto para todo el mundo. Así lo cuenta Kamti Ahír, el encargado de la administración del lugar. “Aquí es bienvenido todo tipo de persona, sin importar su religión ni su nacionalidad”, dice, y explica que el hinduismo, más que una religión es una cultura, un estilo de vida.
La arquitectura del templo es bastante sencilla. En su parte inferior es concreto pintado de blanco con columnas doradas, mientras que en la parte superior, el techo, consiste de varias capas repletas de kalashas, que son unas figuras con forma de pino de color dorado. En lo más alto del techo, una kalasha mucho más grande con una bandera roja que flamea.
Una entrada empinada
Dentro del templo hay paz absoluta. Con excepción de las troneras de los diablos rojos que de repente estremecen la quietud. Las figuras de las deidades hindúes están por todos lados, como visnú, gayatri maa o el propio ganesh, aquella figura de cuerpo humano y cabeza de elefante que es conocido como el removedor de obstáculos. A lo lejos se siente un aroma a incienso que recorre con sutileza los pasillos del templo.
Si uno va más allá de la sala principal, se encuentra con habitaciones más pequeñas y que dan la sensación de ser más sagradas. Una de ellas, por ejemplo, está custodiada por una imagen pequeña de una vaca, uno de los animales más importantes en la cultura hindú. Dentro del pequeño recinto, carteles en hindi y más figuras de deidades. En el centro, una especie de altar rodeado de agua y cuyas ofrendas incluyen manzanas verdes y frescas.
A diferencia de otros templos hindúes, este no tiene ceremonias semanales, explica Ahír. “Hay entre 10 y 15 eventos al año. En el templo de Milla 8, por ejemplo, hay ceremonias todos los domingos. Aunque en nuestra semana santa, en octubre próximo, habrá varias ceremonias en este mismo templo”, afirma.
El templo también posee, en la parte de abajo, un pequeño salón que sirve como espacio cultural, en el que cualquiera que quiera organizar una fiesta o reunión lo puede alquilar. Los estacionamientos, sin embargo, están colmados de automóviles de migración, una institución que queda a pocos metros del templo y que, probablemente, se haya quedado sin espacio para guardar sus vehículos.
Desde una de las puertas del templo se ve la opulencia de la ciudad de Panamá. Pero más memorable aún, se ve el sol naranja que cae y que ilumina las pequeñas casas a las afueras de aquel gran centro financiero.
Reglas y usos
Al templo no se permite la entrada con calzados, pantalones cortos, camisetas sin mangas o hablando por celular. Las mujeres que están menstruando tampoco pueden ingresar.
La quietud del templo es conocida por muchos, que encuentran allí un lugar especial para meditar y reflexionar. Algo parecido a lo que ocurre en el templo Bahá’í, a unos cuantos kilómetros de allí.