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Sábado picante

Sábado picante
Corte Suprema de Justicia.

Por primera vez en mucho tiempo, vemos una sentencia de la Corte Suprema de Justicia que nos da esperanza de una recuperación moral en materia de administración pública. En un fallo unánime, la Corte declaró inconstitucional que los representantes de corregimiento, sus suplentes, alcaldes y vicealcaldes gocen de licencias con sueldo mientras ocupen otro cargo en el Estado. Según la Contraloría, 30 alcaldes y 172 representantes gozaban de este privilegio, que nos costaba unos $4 millones al año –o $20 millones en el presente quinquenio– sin que el Estado recibiera una contraprestación.

A ello hay que sumarle que la Contraloría eliminó los estrambóticos gastos de movilización, que en algunos casos, la suma de ambos rubros lograba sobrepasar los $10 mil al mes, salario que en la empresa privada no conseguirían jamás, porque estoy seguro de que muchos de ellos no sirven ni para servir comida en una fonda. Si el sentido común no les dio para ver lo grotesco de su salario respecto a sus servicios, sencillamente no había nada que hacer.

Algunos de los afectados con este fallo amenazan con renunciar. La amenaza no es contra sus electores –que en muchos casos se preguntan: ¿para cuándo la renuncia?–, sino para los políticos que se apalancan en ellos para promover el clientelismo y lograr –mediante la compra de votos– repetir en sus cargos y seguir exprimiendo el Estado.

Pero no renunciarán. Primero, porque esa palabra no existe en su vocabulario y, segundo, porque no tengo ninguna duda de que algo tramarán con los diputados para que, mediante ley, puedan compensar lo perdido. Se necesitan mutuamente, así que no se cruzarán de brazos; al contrario, a solo dos años de las elecciones, eso no se quedará así.

Ya lo veremos o, más bien, ya lo estamos viendo con ese proyecto de ley que crea un procedimiento especial –al margen de la Ley de Contrataciones Públicas– para contratar bienes y servicios hasta $50 mil. Todo lo que hacen los diputados es procurarse dinero y ahora gastarlo con un mínimo de control, sin rendir cuentas ni cumplir las políticas de Estado en materia de compras.

No quiero llamarle de otra forma, porque para mí no tiene otro nombre que pillaje. Nos roban y los diputados se encargan de legalizar el robo. Son una mafia, una organización criminal cuyo único fin es la fechoría. El Ejecutivo en pleno es testigo de piedra –sin voz ni voto–, mientras las autoridades del partido gobernante miran complacidas cómo mejora su calidad de vida, cómo hay plata en sus bolsillos y cómo se puede obtener más del Estado.

Pero, para aquellos que se sienten defraudados y van a renunciar, mis saludos. Estoy seguro de que nadie notará su ausencia, salvo sus camaradas diputados. Recuerden una máxima de la empresa privada: nadie es imprescindible, y ustedes, pillos de poca monta, mucho menos.


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