Sábado picante

Bueno, sí, quizás sea un Grinch. Mi entusiasmo por celebrar esta Navidad es comparable a mis deseos de acudir a una cita médica en el Seguro Social. Dicen que esta época es de paz y amor. No sé si el memo le llegó a todo el mundo, pero no sé cuál es esa paz, porque la verdad es que las calles de Panamá son un verdadero infierno. Y en calles infernales no abunda mucho el amor. Por el contrario, las peleas, las groserías, la falta de cortesía elemental, la ausencia de sonrisas y ahora hasta balaceras se tornan cada vez más frecuentes. Y todo ocurre en las cercanías del cumpleaños del Mesías. ¡Vaya Navidad!

Ahora, los pinches niños no quieren soldaditos de plástico ni muñequitas ni canicas ni carritos de juguete. Quieren laptops, tablets, consolas con sus respectivos juegos, que cuestan la mitad del capital que hay que juntar todo el año para darles lo que piden. De verdad que muchas veces he querido que ese panzón de Santa Claus existiera, así me libraba yo de tanto gasto. Por cierto, cuento para malo es ese de que a los niños que se portan mal no se les da regalo. Es que los chiquillos esos no se creen el cuento, y empiezan a regar bochinches injustos: que uno es duro y tacaño, cuando ellos poco han hecho para ganarse sus costosos regalos.

Para evitar pensar en eso, me refugio entonces en el cable, en Netflix, etc. Pero la Navidad es omnipresente: nos meten esas cursilerías de películas. Unas historias más extravagantes que las de Bety, la fea: de príncipes y plebeyas; de gente común ligando con celebridades, etc. Y así, de repente, la vida perfecta de una camarera se vuelve perfectísima cuando le llega su príncipe azul y le pide matrimonio, gracias a que ella le derramó el café sobre un costoso traje de diseñador. Pero es Navidad, y todo se perdona. Sollozos y lágrimas invaden la sala cuando la bellísima camarera, vestida más elegantemente que la difunta Lady Di, aparece en la iglesia. La hermosa dama no tiene ni un tatuaje ni un piercing ni chatea por WhatsApp ni anda pendiente de Instagram ni de Facebook ni mira las tiendas de moda on line. Clase de cuento. Tales mujeres ya no existen.

La ridiculez da paso entonces a las noticias. ¡Gracias a Dios! Pero sigue la dichosa Navidad. Noticias del tranque, porque los comercios están hasta los rejos haciendo más plata que nunca en medio de la crisis económica. Los políticos quieren reventar las redes sociales con fotos repartiendo regalos, juguetes y electrométricos, todo sacado de nuestros impuestos. Y los muy descarados y sinvergüenzas no tienen escrúpulos para mentir: donación del honorable fulano de tal. Eso me amarga más y apago el televisor. Me largo a cenar. Y otra vez la Navidad. El menú de la cena incluye arroz con guandú, pavo o pierna, acompañado de plátanos en tentación, que ya no me causan nada de tentación.

Para cuando llega la verdadera cena de Navidad, lo único que quiero es una pizza. Me voy a la cama, pensando que la almohada me dará algo de paz. Pero en medio de mi pacífico sueño, una pesadilla: se me aparece el barbiblanco de traje rojo, y me pide bien sonriente un “salve” para comprarse unas pintas, mientras frota con una de sus manos su barrigota cervecera. Afuera, un inescrupuloso del carro de la basura hace un escándalo de los mil diablos con la bocina del camión. Uno de los trabajadores del aseo, con un gorrito de Santa en la cabeza y foquitos de Navidad encendidos sobre su pecho, grita a todo pulmón: “aguinaldo pa’ la gente”.

¡Nombe! No hay derecho. Ya quiero que llegue el 2 de enero. La Navidad es la fiesta más insoportable de todo el año.


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