En una democracia hay tres pilares: el que el Ejecutivo ejerce gobernando, desarrollando obras y políticas de Estado; luego, el que ejerce control y legisla (Legislativo), y, por último, el que interpreta las leyes y hace justicia (Judicial). En Panamá existen esos pilares, pero sus roles son un guacho.
Por el ejemplo, el Ejecutivo es el que propone leyes y nombra a los magistrados que, en la mayoría de los casos, actúan como subordinados. En consecuencia, el Ejecutivo goza de los tres roles, aunque en lo de ejecutar obras, el Legislativo le hace competencia, pues los diputados, en vez de leyes, se la pasan haciendo obras: circuitales, comunales y, en especial, personales.
Lo del control y hacer leyes son tareas delegadas al cuarto poder (medios) y al Ejecutivo, respectivamente. Los diputados golpean la curul cuando llega una ley del Ejecutivo. Los diputados no se toman el trabajo ni de leerlas, porque han confesado que no las entienden. En el periodo de incidencias se convierten en jueces, pues condenan a todo Dios que les lleve la contraria.
Pero ser juez de la Corte Suprema es de las cosas más deliciosas que se pueden desear en la vida. Ahí no hay que interpretar la ley –en muchos casos, otros lo hacen por ellos– y mucho menos hay que hacer justicia. La maravilla del puesto es que se cobra por ser magistrado y también se puede cobrar por un fallo. A la sombra del Olimpo aguardan otros jueces, esperando a ver quién paga más en la subasta de sus firmas para acumular méritos, a fin de ser conocidos como de los más vendidos y así cumplir con ese requisito tácito exigido para ocupar una de las nueve sillas.
Entonces, ¿qué es lo que tenemos? Reconociendo el hecho de que nuestra democracia es disfuncional y de que aquí la autoridad emana del poder político –y no del popular–, vivimos en una suerte de monarquía o, para ser preciso, estamos gobernados por una pandilla, dividida en tres bandos que, en el tema de los negocios y venta de sus servicios, evitan pisarse los talones, aunque trabajan en “armónica colaboración”.
Nosotros –los que no estamos en la corte– somos los que proveemos la materia prima que permite al político de turno mantener su estatus en boda, viaje o coctel, como diría Rubén. Es la nueva burguesía, con atentos camareros, personal de protocolo, choferes, carros de lujo, fincas en playas y esponjosas chequeras. Peinados, pedicura, manicura y maquillaje de salón de belleza y/o de quirófano… ¡Ah!, y abundante descaro.
Estas pandillas tienen poder no porque lo roban, sino porque las mayorías se lo entregan. Muchos lo hacen convencidos de que, eligiendo al bribón, serán premiados con bloques o jamón. Pero en el banquete del poder, el platillo principal es nuestro futuro, devorado por ladrones que nos sonríen, mientras con la lengua inspeccionan sus labios para engullir hasta la última y más pequeña migaja.