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Sábado picante

Sábado picante

He pensado sobre mi generación y el país que dejaremos a nuestros hijos y/o nietos. Soy de la juventud de los 1970 y 1980. Fueron los años en que vivimos la dictadura y luego sufrimos la invasión de Estados Unidos. Después, en los años de la década de 1990, vivimos los primeros años de la recién inaugurada democracia.

Por aquellos lejanos días, luchamos en las calles para el retorno de la democracia. Hubo sacrificios de todo tipo: de vida, de libertades, exilios; sufrimos atropellos y palizas, amenazas, carcelazos, seguimientos. Con todo y lo que perdíamos, pocos nos quedábamos atrás cuando la Cruzada Civilista convocaba una manifestación.

Los soldados de las Fuerzas de Defensa eran los guardianes de la dictadura. Hacían cuanto les pedían para sostener el régimen y a sus líderes. Pero no eran los únicos. Había un cuerpo de civiles —políticos y empresarios— que avizoraban el poder.

Eran incondicionales de los militares y sobre ellos trascendió algo que sembraron sus amos: esos civiles fueron la fértil tierra en la que germinó la semilla de la corrupción, y luego creció, floreció y se reprodujo. Y ese bosque de podredumbre es lo que ahora nos gobierna.

De aquellos viejos civiles quedan pocos, pero sus hijos y nietos recibieron cargos gubernamentales como herencia. En otras palabras, los militares tuvieron éxito en malograr el país. Quizás tengamos que aceptar un hecho que nos negamos ver: nuestro fracaso. El país que dejaremos a nuestros descendientes probablemente sea mucho más corrupto que el que le quitamos a los militares.

Esos civiles que volaban en los cuarteles a altura para no aparecer en el radar, seguramente debían aborrecer a los militares, aunque no por razones patrióticas, sino porque carecían del poder para robar como lo hacían impunemente los uniformados. No tenían armas ni tampoco el valor para enfrentarlos; pero deseaban su caída tanto como los civilistas, pero lo de ellos era reemplazarlos, convertirse en los nuevos saqueadores, darle libertad a sus reprimidos apetitos de codicia y poder.

Debió haber sido muy difícil para esos civiles aprender las artes delincuenciales y no poder practicarlas, porque sus amos no toleraban la competencia, mucho menos de alguien fuera de su casta. Es toda una ironía que tantas vidas perdidas y sacrificios solo hayan servido para darle a los hererederos de los uniformados el poder que ellos perdieron. Y ahora amasan fortunas, avasallan la justicia para que esté a su servicio y lo peor: siguen esparciendo su germen de perversión.

Nuestra sociedad está enferma, y desconoce un hecho elemental. El virus que produce la enfermedad de la corrupción necesita un huésped que, en este caso, es el país. Poco a poco, el virus lo destruirá y, cuando termine, se condena a sí mismo a sufrir el destino que su huésped. Es decir, no habrá país ni para corruptos ni para honestos. La abundacia de hoy pronto se convertirá en miseria. Pero debemos recordar que la corrupción no tiene un plan para renovar, reconstruir o reponer. Su objetivo, como lo es el de una plaga, es acabar con todo, incluyéndose a sí mismos.


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