La siguiente pregunta me la hago desde hace meses: ¿quién dirige el gobierno? Laurentino Cortizo se sienta en su silla –o en su taburete– y porta la banda presidencial, pero dudo que esté a cargo de algo. También sé que la figura del presidente de la República proyecta una enorme sombra y que, bajo esta, hay grupos que juegan laboriosamente a un dominó poco ortodoxo.
Es un juego sucio en el que se unen la ignorancia, la soberbia y el poder. Esa combinación no da como resultado prudencia ni mesura, mucho menos reserva. Se apuesta por dinero, negocios e influencias. Pulsean, cruzan líneas, se atacan, se traicionan. Como en toda batalla, unos ganan, otros pierden, y hay derrotados que no son buenos perdedores. Es que solo son cinco años de gobierno, y no hay mucha plata como antes y, por eso cuando alguien se siente traicionado, buscará sacarse ese clavo.
Mientras, nos distraen: la constituyente prometida: un cuento; el diálogo de la Caja de Seguro Social: un fracaso; Panamá Solidario: el programa oficial de reclutamiento partidario; el bono: plata para algunos, hambre para muchos. Y, ¿el buen gobierno? Un eslogan gastado después del primer discurso en campaña de Gaby Carrizo, el intocable.
Así, entre robar, arreglar actos públicos, defenderse del fuego amigo y del codicioso inconforme con su pedazo de pastel, y pensar en cómo lavar el dinero que debían cuidar, me pregunto: ¿cuándo esta gente se ocupa de sus labores? Es obvio que no lo hacen. Se enteran de los diluvios por Instagram; por soñar con la banca suiza, ni se dan cuenta de las contradicciones que contienen los decretos que firman; retiran la mirada del celular –donde vigilan sus otros ingresos– cuando alguien les grita ladrones, pero ni eso les roba el sueño. Al contrario, son ellos los que roban las ilusiones de un niño o los sueños de gloria de un atleta.
Pero ellos no son corruptos, nos aseguran. Entonces, ¿cómo se puede robar, controlar y amenazar sin ensuciarse las manos? Para negar cualquiera de esas acciones sin mentir, usan “emisarios”. Esos son los que se empuercan, y de buena gana, a cambio de un hueso. Pero no nos engañemos: cuando ellos hablan, habla su jefe. Lo que ellos digan es exactamente lo que se hará. Y así comienzan la conversación: “la orden viene de arriba”. Y termina con un estrechón de manos o “atente a las consecuencias”. Y hay el que se somete a las consecuencias, no así al silencio.
Es por ello que los “emisarios”, aunque solo circulan por los sombríos pasillos del árbol que les da cobija, de vez en cuando se cuela la luz que produce el destello del disparo que hace un despechado, el derrotado, el engañado, el traicionado. Pero esa fugaz luz es suficiente para iluminar los rostros de los jugadores de dominó, incluida, la cara del sujeto que da las órdenes: ese que te admite como parte del exclusivo círculo de poder o que, por insolente, te manda al carrizo. Y así como este, así son los que mandan, asistidos por su recua de “emisarios” y por la intencional indiferencia del presidente, bajo cuya sombra se juega al dominó.

