Detrás de la majestuosidad de la primera ciudad europea en el Pacífico americano, que esta semana cumplió 499 años, palpita un pequeño barrio que lucha por sobrevivir en la franja costanera y opulenta de la ciudad de Panamá. Se trata de Panamá Viejo, que lleva el mismo honor que el conjunto monumental que sirvió de inspiración para quienes se inventaron una comunidad en la década de 1950.
Hasta hace menos de 10 años, el conjunto monumental y el barrio eran uno solo. Uno podía salir hacia la avenida Cincuentenario al atravesar un convento o el reservorio de agua de aquella ciudad hispánica. Aquella relación terminó con el gobierno pasado, cuando el conjunto histórico se convirtió en un parque. Fue aquella decisión, justa y desorganizada, que inició el camino de abandono en el que está ahora el barrio.
Panamá Viejo, el barrio, está en la convergencia de dos barriadas lujosas con proyectos de expansión inevitables. Por un lado, Coco del Mar, cuyos edificios más cercanos a Panamá Viejo cuestan más de mil 600 dólares el metro cuadrado. Con los desalojos producto de la creación del conjunto monumental, se ofrecieron unos a $300 el metro cuadrado. La diferencia entre ambos precios es de apenas 200 metros de distancia.
Por el otro lado, Costa del Este, que ha propiciado una extensión indirecta al ser una fuente importante de empleo. Por ejemplo, justo a un lado del Puente del Rey, una de las entradas a la ciudad española, se desarrolla un complejo habitacional con precios desde $120 mil por apartamento. Es un proyecto atrapado entre la Cincuentenario, el puente, el cementerio Jardín de Paz y Panamá Viejo.
El barrio, sin embargo, permanece en un estado de letargo. Desde la calle principal, si uno mira hacia la izquierda, puede ver las torres de Coco del Mar cada vez más cerca; si uno mira a la derecha, las de Costa del Este cada vez más cerca. Y en el barrio, que en cualquier momento sucumbe ante la venta desmedida de terrenos y lotes, no se construye siquiera una casa nueva. Viven las mismas familias de siempre, y los nuevos inquilinos prefieren buscar las residencias segregadas en decenas de cuartos.
Hay nueve calles cuyos elementos se repiten: un minisúper, una lavandería, una panadería, una iglesia evangélica. La energía del lugar, no obstante, sigue vibrante y con un aura especial. “Esto se parece mucho al interior”, dice alguien que conoció hace algunas semanas el barrio por primera vez y se hipnotizó por las gallinas que corren sin parar entre las calles; por la mujer robusta sentada en un cubo mientras anuncia que tiene sous, o del hombre que lleva un tanque de gas mientras maneja una bicicleta vieja.
El miércoles pasado, decenas de escuelas fueron hasta este barrio para rendirle homenaje a la ciudad española, al conjunto histórico ahora separado por una carretera y por ciclón.
Tocaron por horas y horas. El barrio enteró salió a ver el espectáculo. Apenas terminaban, cada banda se iba enseguida. No había más nada que hacer.
“Acá estamos olvidados, como si el tiempo no pasara”, dice Elba Campbell, una octogenaria que llegó al barrio a comienzos de la década de 1980. “El único cambio que se ve venir es cuando nos vengan a sacar”, añade.