En el corazón de Costa del Este solo se escuchan los graznidos de los patos. El tráfico endemoniado se siente ajeno, ni qué hablar del equipo pesado que martilla una y otra vez para construir una torre más. El parque Felipe Motta sirve como guarida, como escondite ante una urbe que gana cada milímetro que pueda.
Costa del Este es un distrito relativamente nuevo. Fundado a finales de la década de 1990, el “barrio” fue concebido como una zona financiera de vanguardia, donde los negocios y la industria turística y comercial florecieran cual primavera, a la vez que se construyeran espacios para viviendas de alta y baja densidad.
En medio de todo eso, un parque. Al mejor estilo del Parque Central de Nueva York, que funciona como un espacio verde en medio de las columnas de concreto que se alzan hacia el cielo. El parque Motta, si bien cumple con su objetivo como redentor del lugar, no es más que un peor es nada. Las únicas bancas que hay están casi al principio y alrededor del pequeño estanque en el que flotan los patos. Hay unos cuantos árboles que dan sombra, pero abajo no hay nada. Dos hombres se sentaron sobre las raíces del árbol, pues era el único lugar.
Es miércoles de mañana y en el parque hay una docena de niños. Uno de ellos maneja bicicleta. El resto contempla los patos. A lo lejos, dos hombres pasean perros. En la parte trasera del parque, un centro deportivo privado, y al otro extremo, varias canchas de fútbol con grama alta y sin líneas de cal. Un poco más allá, el fétido río Matías Hernández. Nadie hace ejercicios. Los que trotan aquella mañana prefieren hacerlo en la avenida Paseo del Mar, que funciona como una calzada con miradores hacia los manglares. También hacia toneladas de basura y hacia Punta Pacífica, otro de los centros financieros del país.
Costa del Este es un área bien pensada. Las manzanas son cuadradas y poseen aceras anchas, un elemento en extinción en la capital. Casi nadie las usa, sin embargo. La mayoría no tiene árboles que protejan del sol. Además, la mayoría de los que trabajan allí tienen auto.
Para los peatones es casi imposible entrar. Desde la vía Cincuentenario y desde Campo Lindbergh, no hay acceso para los peatones, por lo que ingresar por estas rutas es jugarse la vida.
El tráfico, por otra parte, tampoco es que sea ideal. “Salir de Costa del Este es un infierno. Son demasiados autos, demasiadas oficinas, todo el mundo sale a la vez y es muy complicado. Por suerte mi compañía se muda hacia otra área”, dice Alexander Buelvas, quien lleva varios años padeciendo aquel tranque.
Una vez dentro, todo es más cómodo: hay restaurantes con las mejores cocinas de autor, bares con las mejores cervezas, pizzerías con las mejores masas, supermercados con la mejor calidad, oficinas con los mejores ambientes laborales, las escuelas con las mejores instalaciones.
El parque, en teoría, podría ser el espacio en el que confluyan todos los actores del mosaico que conforma Costa del Este. Podría servir también como un ensayo de cómo se comportaría la sociedad citadina con un parque funcional, lleno de vida y de cultura y no solamente un área con grama.