[CRISIS DE ADICCIÓN]

El deber del Estado

El deber del Estado
El deber del Estado

En Estados Unidos, ni las enfermedades como el cáncer o el sida, ni los asiduos tiroteos en las calles o los accidentes de automóvil en ciudades y carreteras matan a tanta gente como las drogas. A diferencia de lo que sucede en América Latina, sobre todo en México y América Central donde la gente muere en balaceras entre narcotraficantes para conquistar nuevos mercados o rutas de transportación, en Estados Unidos se está dando una especie de suicidio colectivo de personas adictas a las drogas que les recetan sus médicos o que compran en mercados ilícitos.

Entre 1999 y 2015, por ejemplo, 183 mil americanos murieron por una sobredosis de opioides recetados por doctores, y a partir de 2016, el número de fatalidades se ha cuadruplicado. El año pasado murieron 64 mil personas, la mayoría menores de 50 años. La evidencia recopilada por cientos de agencias de salud pública en todo el país sugiere que la mortal epidemia seguirá en aumento en 2017.

El Centro de Control y Prevención de Enfermedades calcula que hay en el país 2.6 millones de adictos a drogas derivadas de la amapola, como la heroína, cocaína, oxicodona, fentanilo, morfina, metanfetamina, metadona y diazepam. Según la agencia de consultoría especializada en el sector farmacéutico QuintilesIMS, en 2016 el valor del mercado de opiáceos recetados fue de 8 mil 500 millones de dólares. Desafortunadamente, no ofrecen un cálculo del valor del mercado de las drogas ilícitas que se consiguen en el mercado negro.

El costo de la epidemia es colosal en varios sentidos. En términos de salud pública, bastaría con saber que una sola inyección del antídoto Naloxone, que sirve para revivir a personas en trance de muerte por sobredosis, cuesta aproximadamente $470. El costo del tratamiento y de los programas de rehabilitación posteriores dependen de la gravedad de la adicción y de la duración de la recuperación del paciente, pero siempre es estratosférico. Otro gasto enorme es el que hacen los policías para combatir el tráfico de drogas ilícitas, su monto es difícil calcular dada la enorme cantidad de variantes que tiene dicho combate.

La epidemia actual también incide en el mercado laboral y tiene un costo grande. Hace apenas dos meses, la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, explicó que la discrepancia entre el número de trabajos vacantes y el ritmo actual de contratación, además de los avances tecnológicos que lo han trastocado, se debe a que la industria manufacturera no encuentra aspirantes con la preparación adecuada para ocupar los puestos que ofrece, entre otras causas, por la adicción de los jóvenes a los opiáceos. El incremento de muertes por sobredosis es “extremadamente insólito”, dijo Yellen ante un comité del Senado. “Estados Unidos es la única nación avanzada en la que hemos visto algo así”, señaló. “Es un problema desgarrador”, agregó.

Los expertos no se ponen de acuerdo para explicar por qué sucede esto en este país. Algunos lo atribuyen a traumas de la niñez, otros a factores genéticos, pero no ofrecen datos sólidos para demostrar lo uno o lo otro. Algunos adictos que consumen drogas lo ven como una reafirmación de su libertad, otros lo hacen por hedonismo y algunos porque piensan que están en su derecho de hacer con su vida lo que quieran, inclusive, destruirla. En este sentido, ¿deben las autoridades intervenir para impedir que se conviertan en adictos o para atenderlos?

Yo pienso que hay que atenderlos, porque es una cuestión de derechos humanos y el Estado tiene la obligación de proteger a los ciudadanos, pero también creo que la intervención del Estado no puede reducirse a un asunto policíaco, lo veo más bien como una cuestión de salud pública.

¿Y qué se puede hacer para resarcir al Estado del costo de la epidemia? Sé muy bien que no es fácil probar ante la justicia que la industria farmacéutica es la responsable del problema, sobre todo sabiendo que muchos adictos mezclan drogas ilícitas como la heroína con drogas recetadas como el fentanilo, un opiáceo 100 veces más potente que la morfina. Sin embargo, la gestión del Estado debería incluir una mejor fiscalización de las compañías que manufacturan las medicinas de las farmacias que las venden y de los doctores que las recetan de manera irresponsable.


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