Entre las décadas de 1930 y 1960 los dueños del entretenimiento en el Hollywood industrial eran el monstruo creado por el doctor Frankenstein, Tarzán, King Kong, Robin Hood, el Hombre Lobo, algunos zombis, Peter Pan y el Zorro.
Lo más parecido a la ciencia ficción espacial fue el traslado en el tiempo que hizo Dorothy en El mago de Oz (1939), de Víctor Fleming.
Sí, el padre de la ciencia ficción es George Méliés con Viaje a la luna (1902), pero en el lado inmaduro de Hollywood decían que aquello era un cortometraje, era muda y, encima, francesa.
Sería a finales de los años 1960 cuando las aventuras fuera del planeta enamoraron al público que consumía los productos de la llamada meca del cine: El planeta de los simios (1967), de Franklin J. Schaffner, y 2001, una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick.
Estos dos títulos eran discursos políticos en contra del racismo, la xenofobia y la Guerra Fría, visiones tristes y sombrías sobre el futuro de la humanidad. Eran tan intelectuales y serios como la Solaris soviética (1972), de Andrei Tarkovsky.
Los espectadores jóvenes querían algo más ligero, igual de filosófico, aunque más lleno de gestas heroicas y romances como habían leído en novelas como 20,000 leguas de viaje submarino (1870), de Julio Verne y La guerra de los mundos (1898), de H.G. Wells.
El 25 de mayo de 1977 la Tierra sería otra con la llegada a 32 salas de cine de Estados Unidos de Star Wars, en la que el director y guionista George Lucas, por entonces de 33 años, unió elementos de El señor de los anillos (1954), de J.R.R. Tolkien, con creencias ancestrales de chamanes, más referencias del totalitarismo de la Segunda Guerra Mundial y bastantes cuotas de las películas del Salvaje Oeste y de los caballeros medievales. ¿El resultado? Un éxito y un fenómeno instantáneo que está por cumplir 40 años de sana vigencia.
VEA: ‘Star Wars’, la unión perfecta