Panamá tiene una rica historia de eventos de salud pública, incluyendo el impacto que tuvo la fiebre amarilla a comienzos del siglo pasado, cuando azotó a los trabajadores que intentaban construir el Canal. Hoy día, pese al desarrollo económico que vive el país, persisten las enfermedades infecciosas transmitidas por insectos. Incluso, hay patógenos foráneos que han llegado de Asia y África, como los virus de zika y chikungunya.
José Loaiza, científico asociado al Instituto Smith-sonian de Investigaciones Tropicales y al Indicasat, explica que en Panamá hay más de 200 especies de mosquitos que son vectores de malaria, fiebre amarilla, etc., pero también hay chinches, garrapatas, chitras y otros insectos que transmiten enfermedades.
Algunas enfermedades se dan en los bosques; los patógenos que las causan circulan entre los animales silvestres. Pero también hay patógenos que pueden “saltar” del bosque hacia áreas rurales y urbanas.
Cuando se alteran los bosques (y los manglares) se favorece que haya interacciones entre los seres humanos con los bosques y su fauna, y eso probablemente puede causar el salto de patógenos.
Distintas condiciones climáticas pueden influir en que ocurran enfermedades y ciclos de transmisión distintos según las zonas.
Se ha encontrado que ante una alteración de bosques, las especies de mosquitos que normalmente no están asociadas con la transmisión de patógenos al humano, prácticamente desaparecen a medida que se altera el hábitat, y son desplazadas por mosquitos “colonizadores” que transmiten patógenos.
“Conservar el bosque en buen estado pudiese, en teoría, disminuir el riesgo de transmisión, porque no les permite a los mosquitos colonizadores establecerse en áreas rurales y urbanas”, menciona Loaiza.
Usando la biología evolutiva, la sistemática, taxonomía y la ecología de enfermedades, los científicos estudian los patrones que explican la distribución actual de los vectores; tratan de identificar las especies, distinguir aquellas que son vectores eficientes; y entender el efecto de la deforestación.
Analizando moléculas y genes es posible ver las huellas de procesos y relaciones entre ancestros y descendientes, y con base en ello, hacer modelos predictivos. Esto es relevante por el cambio climático, pues algunos de los rangos de distribución de los insectos van a cambiar.
“Hoy día en Indicasat trabajamos con técnicas de proteómica. Extraemos las proteínas que constituyen el cuerpo del insecto. Cada especie tiene un perfil específico”, dice Loaiza. Solo con la pata de un mosquito, pueden identificar la especie sin hacer análisis morfológicos.
No obstante, Loaiza destaca que es importante encontrar nuevas herramientas para identificar de manera rápida y precisa las especies, para evitar sobreestimar o subestimar las poblaciones y sesgar los resultados de los estudios.
Estudiantes locales y extranjeros contribuyen con investigaciones sobre las chitras que pican en la playa, la interacción entre mosquitos Aedes aegypti y Aedes albopictus; virus que causan enfermedades en humanos, y de cómo la bacteria Wolbachia podría ayudar a controlar los mosquitos del género Aedes.
“Tenemos como meta a 5 o 10 años expandirnos para hacer trabajos experimentales que complementen los datos empíricos. Para eso se necesita un bioterio, un insectario”.
Loaiza concluye que se requieren estrategias de manejo de ambientes naturales y ver también cómo varían los hospederos (monos, roedores, etc.) en un gradiente de alteración boscosa, incluyendo los manglares.
