Treinta minutos separan el centro de la ciudad de Panamá de una sección de manglar en el corregimiento de Juan Díaz: un lodazal de color gris oscuro, en marea baja, en donde superviven la fauna, los árboles acuáticos y sus retoños conocidos como mangles, rodeados de basura plástica.
El científico Olmedo Pérez chapotea en el agua turbia, se adentra provisto de botas de hule, y se encuentra con un panorama desencantador: se asoma sobre la superficie, boyando, una cabeza de muñeca invadida por el moho reverdeciente. Más adelante, hay un televisor de pantalla nublada traído por la fuerte corriente del río. Avista en el sitio donde debería predominar el follaje un casco amarillo de constructor, que fue dejado en el vaivén del oleaje, enganchado en un trozo de rama de uno de los mangles de mediana altura.
Por 18 meses, Pérez, químico de formación y especialista en biotecnología, lidió con las mismas condiciones a la que está sometida esa área del manglar, que representa el 0.40% de la superficie total del humedal de la bahía de Panamá. A cada paso, el investigador tropieza con máquinas ejercitadoras, lavadoras, juguetes y más llantas, parte de los elementos artificiales de una larga lista que él mismo fotografió para documentar el informe Medición de variables biológicas y fisicoquímicas en agua, suelo y materia vegetal en los manglares de Juan Díaz.
El estudio desplegado a lo largo de 160 hectáreas de manglar juandieño reconoce que la mayoría de los mangles “están enfermos, se están pudriendo de adentro hacia afuera”, hace hincapié el químico que trabaja desde hace tres años en el Toth Research & Lab, especializado en el análisis del agua.
Aunque la investigación todavía no logra determinar un causante principal de esta condición desfavorable para la vegetación en la zona, apunta a que el plástico merodeante puede tener una fuerte influencia.

El buen estado de los manglares es vital en la contribución al desaceleramiento del cambio climático. Un árbol o arbusto de mangle suele ser cinco veces más efectivo en el combate al calentamiento ambiental que uno terrestre, es decir, aquel que echa raíces en tierra firme.
“Los árboles de mangle capturan cinco veces más carbono de la atmósfera en comparación con los bosques terrestres, y lo almacenan en sus raíces, troncos, ramas y hojas. Además, en el suelo del manglar, rico en materia orgánica, es donde también se almacena mucho carbono”, describe Pérez, y sostiene en ello la importancia de su cuido como ecosistema costero.
En dinero, la zona estudiada equivale a $437,015.85 en retribución monetaria por su absorción de carbono azul. “Este valor económico puede aumentar en la medida en que el manglar se vuelva más saludable”, añade.
Entre tanta adversidad, el manglar y su sección enferma trata de mantenerse.
Una prueba de la vida resiliente la ha demostrado la artista Anna Handick al instalar un vivero que crece rodeado de serpentinas hechas con plástico reciclado, aun a meses de su siembra, crece como experimento en el Parque Nacional Soberanía.
Mientras se desarrolla un segundo estudio, Pérez considera que la acción prioritaria de los seres humanos es reducir el uso del plástico.Lo afirma porque en el manglar no hay vida humana, pero “mayormente el oleaje del mar y las corrientes marinas” traen los desechos a las raíces de los mangles.
Para determinar la calidad del agua, Pérez empleó los parámetros del Instituto de Investigaciones Marinas de Colombia; los resultados no fueron alentadores: el agua dulce fue calificada como mala y para el agua salada, pésima.
Todos los resultados de la investigación, que entre otros factores redundan en las consecuencias de la contaminación en el hábitat marino, se muestran en la exposición “Manglar resiliente: La química del hábitat”, como parte del Lab de Ciencia y Arte instalado en Ciudad del Saber hasta finales de mayo.


