La multitud de lisiados de la gran guerra modificó profundamente las prácticas médicas, fundando incluso una especialidad, la cirugía facial, pero el tratamiento de los traumas sigue siendo la asignatura pendiente de la medicina de guerra, 100 años después, observa la historiadora Sophie Delaporte.
Esta historiadora lleva 25 años estudiando lo que le ocurrió a esos soldados que regresaron del frente con el rostro desfigurado, extendiendo su estudio a la medicina y a la psiquiatría de guerra y a otros conflictos.
“La gran guerra trastoca las prácticas por la violencia del campo de batalla, la gravedad de su alcance y el gran número de heridos”, subraya.
Desde el principio, los médicos comprendieron que tenían que intervenir lo más cerca posible del campo de batalla. “Más que llevar a los heridos al cirujano, lo que podía tomar varias semanas, es el cirujano el que va al frente”. Jóvenes llamados cirujanos operaban a 10 o 15 km de la línea del frente, en ambulancias quirúrgicas móviles.
“Anteriormente, no se operaba en tiempos de guerra a los heridos en el vientre, porque se consideraba que no había tiempo para ello. Se amputaban sistemáticamente los miembros afectados sin frenar la gangrena”, recordó. Poco a poco, se fue optando por la conservación de los miembros afectados, utilizando el antiséptico dakin de forma masiva para evitar infecciones.
Los primeros mutilados en la cara, como Albert Jugon, hallado en el campo de batalla con “la mitad del cuerpo y de la garganta arrancados, una parte de la lengua arrancada, los maxilares rotos, el ojo derecho destrozado”, permanecían en ese estado durante varios meses antes de que los operaran, lo que tenía unas terribles consecuencias: huesos y tejidos se solidificaban de cualquier manera, impidiendo la alimentación y la locución.
“La mayor rapidez a la hora de atender [a los heridos] dio un giro a la situación”, junto con las innovaciones técnicas, como el hecho de utilizar pedazos de piel extraídos del cráneo para rellenar los “agujeros” de la cara, como hizo León Dufourmentel.
Los estadounidenses fueron particularmente activos en Francia durante la gran guerra. Antes incluso de que entraran en el conflicto, en 1917, instalaron en París la “Ambulancia Estadounidense” en el instituto Pasteur, al norte de París, predecesor del hospital estadounidense, para acoger a los heridos franceses y británicos.
Varaztad Kazanjian, un armenio que escapó a las masacres en Turquía, naturalizado estadounidense y experto en aparatos de ortodoncia, creó un servicio en Camiers (norte de Francia) para operar a los soldados con las “caras rotas”. Entre los británicos, el médico Harold Gillies hizo avanzar la cirugía del rostro a pasos de gigante. Fue hasta la Segunda Guerra Mundial que reapareció una disciplina de cirugía maxilo-facial.
Se cura el cuerpo pero, ¿qué hay del alma? La “carnicería” de 1914-1918 dejó a multitud de heridos traumatizados a su vuelta del frente. “Se encontraban soldados en posición fetal en el campo de batalla, y cuando los levantaban, no lograban ponerse rectos y decían que sufrían enormemente”, indicó Sophie Delaporte. Estos hombres de espalda curva llevaban grabado en sus cuerpos el terror del conflicto.
Se los curaba con una gran brutalidad, obligándolos a llevar unos corsés de escayola o de hierro, cuando no se los sometía a descargas eléctricas.
Según la historiadora, “la psiquiatría militar sigue siendo el hermano pobre de la medicina y de la cirugía”. Paradójicamente, “la soledad del combatiente que vuelve es hoy mayor, pues en aquel momento eran muchos los que volvían con la cara rota, eran tratados como héroes, mientras que hoy el soldado está muy aislado de la sociedad civil”, señala.