Leyendo la novela Los errantes de Olga Tokarczuk, premio Nobel de Literatura 2018, he recordado que los museos empezaron siendo llamados gabinetes de curiosidades. Se mostraban al público las rarezas y veleidades que la propia naturaleza ofrecía, traídas de lugares remotos cuando los viajes eran una exploración de lo desconocido y no la rutina previsible en que se han convertido ahora.
Esos gabinetes son el antecedente directo de los museos de historia natural, y luego vinieron las colecciones de arte de los potentados, que se convirtieron en museos de arte como hoy las conocemos, que congregan a millones de visitantes organizados en pelotones, turistas chinos sobre todo, bajo el comando de un guía que los conduce enarbolando una banderita, digamos en el Louvre, para situarlos en masa frente a la Mona Lisa.
Aparte de la aberración de los zoológicos humanos, que son parte de esta historia, el ser coleccionista nace de lo profundo del deseo de la posesión de lo que otra manera nunca volveríamos a ver; de la curiosidad por lo extraño, de lo que nos atrae y creemos esencial en nuestra vida, aunque sea superfluo. Una vez leí sobre alguien que coleccionaba botellines de agua que ha ido recogiendo por el mundo, de todos los países y marcas posibles, y los exhibe en su casa con orgullo, ordenados en estantes y vitrinas.
Yo, por mi parte, sin intención ni plan previo alguno, empecé a formar mi colección de llaves electrónicas de hoteles, sólo porque las olvidaba en los bolsillos. Luego, ya poseído por el demonio de los coleccionistas, me las fui guardando intencionalmente. Ahora son centenares de tarjetas de diversos logos y colores, y hasta tengo una de las antes, con una pesada chapa oval de metal, del hotel El Convento del viejo San Juan de Puerto Rico.
Es algo más inocente, aunque no deje de ser una forma de cleptomanía, y menos llamativo que coleccionar cabezas humanas reducidas por los jíbaros de la Amazonía, o sirenas, como hacía en su Museo de los Seres Increíbles en Coney Island, el empresario de variedades Phineas Taylor Barnum.
Allí podía admirarse la momia de una sirena capturada por un barco ballenero, en realidad una vaca marina, la única en salvarse del cuchillo del cocinero de abordo gracias a ser la más vieja de toda la manada, y a la que, según proclamaba mister Barnum, el contramaestre del barco había tomado luego por esposa hasta que llegó la muerte a separarlos y ella pasó a ser disecada y colocada, para solaz de los visitantes, en lo alto de un peñasco marino de cartón piedra.
En el Museo de los Seres Increíbles se mostraban también especímenes vivos y saludables, como el diminuto Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto, recibido en audiencia en su día por la reina Victoria Isabel en Madrid, y luego de su boda con una enana de su misma estatura a la que doblaba en años, por el presidente Lincoln en la Casa Blanca.
Y los siameses Chang y Eng, provenientes de la corte del rey de Siam, casados luego en Carolina del Norte con dos hermanas, y que llegaron a procrear con sus respectivas esposas doce hijos el primero, y diez el segundo, sin lugar a dudas en la misma cama.
Los zoológicos humanos no fueron sólo asunto de empresarios de circo. Formaban parte de la política de estado. En 1914 el propio rey Haakon VII inauguró en Oslo uno, donde nativos de Senegal exhibían sus modos de vida diaria en cabañas abiertas, para que los visitantes, que fueron millón y medio, pudieran observar sus costumbres.
Se pretendía demostrar que aquella vida primitiva debía ser redimida por la civilización europea, no importaba que los exhibidos hubieran sido secuestrados, como ocurrió con los indígenas de la Tierra del Fuego llevados a París al Jardín de Aclimatación en 1881; o que acabaran muriéndose, como ocurrió en Bruselas con familias enteras llevadas desde el Congo, enterradas en una fosa común.
Volvamos mejor a la afición por las llaves de hoteles, que de alguna manera abren puertas infinitas.
