El marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, se indignó al descubrir la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres. Entonces, muy al estilo británico, le dejó con el conserje de su club una nota: “Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]”.
Demandó por injurias al marqués, y el sonado juicio, que tuvo lugar en 1895, se volvió contra el acusador, al punto de que fue condenado a prisión. Un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra del homosexualismo como vicio y pecado capital.
En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que, durante la vista del juicio, Wilde sufre de parte del abogado acusador acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y el arte de cocinar salta de por medio: “¿Cocinaba él mismo?”, pregunta el abogado. “No lo sé”, responde Wilde, “nunca he comido en su casa”. “¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?”, insiste el otro. “No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente… cocinar es un arte”. Y el público congregado en la sala ríe.
Un hombre metido en la cocina es necesariamente un homosexual, o al menos un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar; a callar, y a obedecer.
La palabra cuque, un anglicismo como tantos en la lengua tan híbrida de Nicaragua, implicaba burla solapada. Quizás en los barcos de vapor que surcaban el Gran Lago la presencia de un cuque se justificaba, pero no en tierra firme. Y las primeras en rechazar esa presencia eran las cocineras robustas y mandonas, dueñas absolutas de las cocinas, y quienes proclamaban la incompatibilidad de los sexos en los asuntos culinarios.
Por eso es que en mi infancia me mantuve lejos de la cocina. Y por eso es que me convertí en un cocinero teórico, que es como me califica mi mujer, alguien que sólo habla con gusto de la comida, conoce los registros de los sabores, y puede describir los ingredientes de un plato. El machismo me sacó de la cocina.
Aunque quizás no deba exagerar. En casos de extrema necesidad, cuando me ha tocado vivir fuera de Nicaragua, he cocinado con algún éxito, en Berlín, en Los Ángeles, en Cambridge, mi mujer ocupada en clases de pintura, o de idiomas; apartamentos pequeños donde no hay sino pocos pasos entre la mesa de escribir, la cocina, y la mesa de comer. Y he aprendido, también, y que no desmerezca, a lavar los platos.
En Berlín, en los años setenta, un amigo venezolano que había estudiado música en la Academia de Santa Cecilia, y había terminado estirando la masa con el bolillo en una pizzería en Roma, me enseñó a hacer pizzas, empezando por la masa, el principal secreto hacerle crecer al calor del aparato de la calefacción.
E intentaba también, por pura nostalgia, la muy nicaragüense sopa de mondongo, para agasajar a los compatriotas que nos visitaban los domingos. El carnicero me miraba extrañado cada vez que iba por los cinco habituales kilos de mondongo, hasta que no se resistió y me preguntó cuántos perros tenía, pues los berlineses no conocen, como alimento humano, las delicias de los callos.

