Que la vida se encuentra instalada en una virtualidad anestesiante, con un enfoque claro hacia la desconexión de nuestras existencias con lo que de verdad es lo importante, con lo que de verdad comunica una experiencia integral de quiénes somos y lo que sentimos y percibimos sobre nuestra realidad, es un hecho que se nota sobre todo cuando nos enfrentamos a un inventario de nuestras vidas. Salir de nuestras casas y vivir, es un acto de rebeldía contra lo virtual establecido.
Ioana Gruia, (Bucarest, 1978), nos devuelve a la línea de la vida con un excelente poemario, La luz que enciende el cuerpo, con el que ganó el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2021. Un libro que nos lleva a contemplar la vida con el cuerpo, que nos convoca a vivir otra vez a ras de piel, a no permitirnos dejar de sentir y de expresarnos pisando la cotidianidad de nuestras existencias, más allá de lo que nos hacen pensar que es vivir.
En medio de tanta poesía de misticismo impostado o disfrazada de urbana y hasta de “experiencia”, Ioana Gruia se baja al patio de juegos de su vida para interesarnos por la nuestra por medio de imágenes y ritmos de gran belleza, olvidados quizás por la excesiva atención al brillo de las pantallas, al ritmo del píxel o a la estúpida idea de que la emoción sin experiencia es vida. Lo virtual que emociona, que hace sentir, carece de la verdad de lo que tocamos, de lo que vivimos, de las heridas y pasiones que nos comprometen como protagonistas activos de nuestra vida.
La poesía se sirve de Hopper, así arranca el poemario (“Las mujeres de Hopper”), para situarnos en un escenario de experiencia visual que compone en nosotros una idea de quienes quisimos ser, quienes fuimos o seremos. La vista reta a la vida y se sirve de los cuadros para cifrar anhelos y esperanzas.
El cuerpo de mujer encendido, el deseo, la sensualidad, la búsqueda. La música entra en escena, la música de lo cotidiano, y el cuerpo se convierte en un inmenso oído que escucha, que traduce el sonido de la infancia, de la mujer que no se quiere ser, de los caminos literarios para llegar a ser (se oye la literatura, su búsqueda por medio de Virginia Wolf), las muchas preguntas, las escasas respuestas, lo raro de vivir y su visceral sensación de vivido, de experimentado.
“El parque interior”, la cuarta sección del poemario, es para mí la más querida: Genealogías, Ficciones de la infancia, Niños en el parque, El pequeño personaje, Cuarto de infancia, el engarce de estos poemas con la centralidad de la existencia, remitiéndonos a la famosa patria que es la infancia, al fundamento de lo que percibimos ahora, son para mí las claves de todo el libro. La mujer encendida en alma y piel, la poeta que escucha, mira y traduce lo vivido, dice: “Mi íntimo asidero/para no claudicar”, apelando a aquella habitación del pasado infantil donde padre, madre y la niña que fue, empujan la vida, la llenan de ganas de seguir siendo.
Un libro lleno de alusiones a grandes poetas, con referencias a lecturas que aluden a la cultura, a la experiencia de Ioana Gruia con la poesía: escribe desde una muy personal relación con los poetas y su obra, lo que expresa con una gran belleza en el penúltimo poema, Poema a Joan Margarit, bajo cuya “casa de la piel a la intemperie”, se refugia la autora, reconociendo este y otros muchos magisterios. Toda una lección de buen leer, de mejor comprender e interpretar la poesía.
Una mirada luminosa y festiva de los sentidos, del alma vivida, eso es La luz que enciende el cuerpo, que termina con un poema dedicado a su hija, otra vida, un relevo, una testigo a la que dejarle la llama encendida y el camino abierto por la carne de las palabras para que se ajuste, como también somos nosotros invitados, a la vida bien vivida, a la valentía de protagonizar nuestros cuadros, nuestras canciones y nuestra vida, a pesar de todo, contra todo y con pasión por seguir resistiendo, por seguir viviendo.

