La escritura, el espíritu del escritor y la vergüenza



El viejo Roland Barthes, con el que tiene uno que esforzarse para comprenderle, publicó en 1969, una columna en el Corriere della sera, llamada “Diez razones para escribir”, en las que enumera las que cree que son las suyas para hacerlo. La que más me llama la atención es la número siete, en la que afirma que lo hace “para satisfacer a amigos e irritar enemigos”. Uno se ríe, quizás tenga razón, pero el resto del libro, donde se recoge el citado artículo (Variaciones sobre la escritura, Paidós, 2002), nos propone un nivel de significación, de estructuras, de discusiones relativas al texto y a su ejecución, que hacen que desaparezcan las risas de inmediato: escribir es un oficio creativo de traspiración extenuante, algunas veces, muchas, y otras, muchas, algunas, de un placer apasionante.

Uno de nuestros grandes escritores, Enrique Jaramillo Levi, a cuya obra ensayística recomiendo que se acerquen cuanto antes (empezando por los “nuevos” e “independientes” escritores), dice en su libro, Nacer para escribir y otros desafíos (Géminis, 2000), que “contrario a lo que piensa mucha gente…, la literatura , cuando es auténtica, jamás se hace sólo por pasar el tiempo o como una manera de evadirse de la realidad; por el contrario, no hay nada que consuma más tiempo creativo ni que desgaste más la singular imbricación de intelecto y emociones que la creación literaria”. Más adelante, termina diciendo algo que al parecer no tomamos en cuenta: “Y, para bien o para mal, siempre hay resultados, siempre habrá consecuencias: lo creado”.

José Luis de Juan, a cuyo libro Incitación a la vergüenza llegué por haber leído mal el título (no llevaba lentes y lo vi de pasada en un montón de libros de segunda mano y leí “venganza”), dice: “que la vergüenza es una virtud en desuso, un concepto vencido y denigrado, lo demuestra el hecho de que nadie está dispuesto a reconocer sus propios errores”. Hoy día, la falta de la sana vergüenza, de eso que se llama “pudor”, y en nuestro contexto de pudor estético, es lo que hacer que todo el mundo se lance a exhibir textos (y hasta a imprimirlos y venderlos en forma de libro) sin reparar en las formas más básicas de respeto a la lengua, nuestro material de trabajo, como es la ortografía o la gramática.

Pero es cierto que cada uno es libre de exhibirse todo lo que quiera, cada ombligo es un mundo, “lo que se van a comer los gusanos que lo disfruten los cristianos”, y allá vamos, enseñando poemas, colgando cuentos, publicando microrrelatos y novelas sin ton ni son, pero somos libres y demócratas, el respeto ya no es una virtud, sino una impostura que obliga al silencio para no hacer sentir mal a nadie. No sólo no queremos reconocer nuestros errores, queremos que los demás nos mientan, que renuncien a su sentido crítico y estético para satisfacción suya.

Philip Roth cuenta en su libro El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, lo que le dolió decirle a Bernard Malamud (siendo ya muy mayor y habiendo escrito muchas de las mejores páginas de la literatura de Estados Unidos) que un texto que le leyó no era del todo bueno. La piel es ahora tan fina, que el espíritu del escritor se escapa dejando una carcasa frágil, un quebradizo cascarón que retira saludos, bloquea amistades en redes e incita la enemistad, no literaria, ojalá, sino de muchachitos de escuela primaria. Decir con Ernesto Sábato que la literatura no es un pasatiempo (y con Jaramillo Levi), es exponerse a que te achurren el gesto y no te lean por farto y creído.

Siempre nos conviene algo de pudor literario. Nos es muy provechoso como escritores dedicarle tiempo a lo que escribimos. El exhibicionismo gráfico nunca es recomendable porque, me lo dijeron hace años, (y lo dice también Jaramillo Levi), siempre hay consecuencias: lo creado. Rectificar es de sabios, sí, pero es de muy necios no escuchar y ser prudentes. Escribir, siempre, es mucho más que publicar, y la vanidad de ver lo escrito publicado es efímera en comparación con la huella que deja un mal texto en un libro.

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