El año que se ha cerrado estuvo lleno para mí de las vicisitudes que trae consigo la vida del recién exiliado, lo que significa tener siempre la maleta abierta. Y a una maleta así siempre llegarán libros que leerás en los aviones, en los cuartos de hotel, y en las casas de amigos que te abrieron las puertas, y te consuela siempre la idea de que puedes al menos leer, ese viejo vicio que más bien se exacerba con las penurias del desarraigo.
Tengo así una lista, muy corta y muy personal, de libros leídos y disfrutados. Y empiezo por citar dos de ellos que reflejan, desde ópticas diferentes, vista como una inmensa utopía siempre en construcción, y siempre fallida.
La novela Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez, es a la vez biografía, recuento histórico y reportaje. Pero aún otra lectura nos dirá que es la historia del fracaso de las ideologías, que desde su simpleza no pocas veces han pretendido sustituir a la compleja realidad. Fausto Cabrera, el padre del personaje principal, el cineasta Sergio Cabrera, encarna la terquedad de quien se siente parte de una utopía que hoy nos parece extraña, y hasta grotesca, crear en Colombia un sistema político basado en el maoísmo, transportando desde China las bases de una sociedad nueva que sólo será posible con el triunfo de la lucha armada. Pero su compromiso de viejo luchador es leal y es sincero, lo cual vuelve la experiencia aún más atroz.
De la historia de ese fracaso histórico, Karina Sainz Borgo pasa en El tercer país a la de otro, el de la utopía socialista que ha empujado a millones de venezolanos al exilio. Es una gran alegoría. Los habitantes de un país que no se nombra huyen de manera masiva, por causa de la peste, y el territorio de la novela es mítico, pero muy real a la vez, el de la frontera, la de Colombia, o la de Brasil, que bulle de maleantes, autoridades corruptas, guerrillas que extorsionan, y los cadáveres de los fugitivos quedan en los pantanos a merced de las aves de carroña. Y la parábola se extiende hacia cualquier territorio donde los refugiados padecen los rigores del éxodo. Angustias Romero, emigrante forzada, busca enterrar a sus hijos muertos, y con ellos enterrará también el sueño pervertido de la utopía fracasada que la ha obligado a ponerse en camino.
Un día llegaré a Sagres, de Nélida Piñón, es también un viaje hacia la utopía, pero ahora en busca del pasado remoto. Mateus se pone en marcha hacia Sagres, muerto su abuelo Vicente, un campesino analfabeto de las orillas del Miño, que siempre permanecerá vivo en su memoria. Va en busca de don Enrique, el héroe navegante que ha venido creciendo en su imaginación, y la estrella que lo guía en el viaje es el relato de Camoens. Pero su viaje no es para nada épico, sino el de un peregrino solitario que en Sagres sólo se encuentra con fantasmas huidizos. Y el caminante se refugiará en Lisboa para contar, desde su pobreza y su soledad, su viaje al pasado derruido.
Y, por fin, la historia del cura don Hipólito Lucena, contada por Antonio Soler en Sacramento. Don Hipólito, que viniendo de una familia muy pobre logra hacerse cura, termina siendo la cabeza de una secta de iluminadas formada por feligresas, las hipolinas, a las que pacientemente adoctrina para que delante del altar mayor cohabiten con él en orgías rituales y secretas. Esta trama, con toda su cauda de intrigas, el novelista la rescató de la tradición oral malagueña y de las colecciones de periódicos de los años cincuenta, años del franquismo. Pero no cae en la tentación de convertirlos en un relato liviano, ni siquiera picaresco; le da una hondura que es la vez dramática y reflexiva. Don Hipólito es un personaje compuesto por capas. Lo desentraña en vez de juzgarlo; esa tarea les toca a los inquisidores, que lo conducirán por fin a Roma, donde frente a sus jueces repetirá siempre las palabras: “no tengo conciencia de pecado”.
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