En Managua se están celebrando juicios para condenar a los prisioneros políticos encarcelados desde mayo del año pasado, cuando el régimen quiso eliminar cualquier riesgo en contra del fraude electoral que ya estaba montando y que culminó con la cuarta reelección de Daniel Ortega en noviembre.
Los juicios de Managua recuerdan a los juicios de Moscú, que se celebraron entre 1936 y 1938 en contra de figuras políticas relevantes que representaban algún tipo de amenaza para el poder de Stalin; unos juicios que le sirvieron también para imponer el terror entre aquellos que abrigaran algún mal pensamiento y quisieran de alguna manera rebelarse. Mejor el silencio que el tiro en la nuca.
El famoso artículo 58 del Código Penal de Stalin estaba diseñado para eliminar adversarios, disidentes y potenciales enemigos, y sacarlos del juego. Traición a la patria, traición a la revolución, atentados contra la soberanía nacional, colaboración con potencias extranjeras; un artículo que se iba reformando de acuerdo a las necesidades de la represión.
Parecidos delitos están contenidos en las leyes que fueron dictadas en Nicaragua de manera expresa antes de que comenzaran las redadas de prisioneros; sólo que ahora, además de la traición y el menoscabo de la soberanía, esas leyes contemplan los ciberdelitos, y se castigan los chats que contengan palabras ofensivas contra la familia en el poder, y hasta los memes; ya no se diga la difusión de noticias “que promuevan el odio y la disensión social”.
En los juicios de Moscú, los prisioneros comparecían delante del tribunal con el ánimo quebrado tras largas sesiones de tortura. En los juicios de Managua hay prisioneros que, tras meses sin ver la luz del sol, han empezado a perder la memoria y a olvidar el nombre de sus hijos; a otros se les está cayendo la dentadura, o se han convertido en esqueletos de tanto peso que han perdido, y también son levantados a cualquier hora de la madrugada para llevarlos a interrogatorio y preguntarles siempre lo mismo.
Ana Margarita Vijil, a quien se le impidió hablar durante el juicio, sólo tenía derecho de poner su firma al pie del acta de condena. Y debajo escribió: “prisionera política”. Fue sentenciada a diez años por “conspirar para cometer menoscabo a la integridad nacional”.
Si los juicios de Moscú se celebraban en una sala de la Corte Suprema de muchos dorados y cortinajes, los juicios de Managua tienen lugar en secreto dentro de la propia prisión. Y los reos no tienen derecho a la palabra, que escasamente se concede a sus abogados.
Y si los juicios de Moscú podían durar semanas, con desfile de testigos y confesiones públicas de los acusados, los juicios de Managua no duran más de dos o tres horas, y no hay más testigos que los propios policías. Y los jueces tampoco deciden las penas. Eso ya está resuelto desde más arriba desde sus cabezas.
El comandante Hugo Torres, héroe de la lucha guerrillera contra Somoza, acaba de morir, víctima a los 73 años de una enfermedad terminal, de la que sus carceleros hicieron poco caso. En diciembre de 1974 había sido parte del comando armado que tomó en Managua la casa de un alto funcionario de Somoza mientras se celebraba una fiesta, y el comando logró canjear a los invitados por los presos políticos, entre ellos Daniel Ortega.
Habiendo liberado a Ortega de la prisión, ahora Hugo Torres ha muerto en una prisión de Ortega.
Cuando los juicios de Moscú se celebraron, en el mundo hubo poco eco. La prensa tenía cosas distintas de qué ocuparse: la amenaza del nazismo, el cerco de Madrid. Hoy también, cuando se llevan a cabo los juicios de Managua, el mundo tiene otras cosas de que ocuparse: Ucrania.
Mientras tanto, el martillo de los comparsas de Ortega disfrazados de jueces, que golpea al dictarse una condena tras otra dentro de los muros de la cárcel convertida en tribunal, no se escucha. Nadie lo escucha.
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