“¿Y si hacemos unos tamales de práctica con una libra de maíz?”, pregunta Martha.
Su madre, Juventina, advierte: “Con una libra no vale la pena ensuciar la máquina, por lo menos que sean dos”. Juventina no es experta en tamales pero tiene la noción y, para cocinar, está al día.
Era la víspera de la tamalada y sobre la estufa hervían dos libras de maíz pilado. ¿Por cuánto tiempo? Ni idea, tuve que llamar al experto en tamales, mi tío Jesús Milciades Arosemena, alias el Milci, ya que la base de la receta que usábamos era la de él.
“Llevan una hora hirviendo”, le dije por teléfono.
“Te falta hora y media”, respondió en un tono burlesco, ya que sabía en el lío que nos estábamos metiendo.
A mediados de la década de 1990, para estas fechas, Milci hacía tamales por centenares. Uno de sus clientes, Miguel Antonio Bernal, anunciaba jocosamente en su programa de radio: “Ni la Virgen María hacía tamales tan sabrosos como los de Jesús”.
Ya avanzado en edad, el Tío Milci, por su salud, vendió sus pailas gigantescas para evitar caer en el trajín maratónico de hacer tamales.
Preparativos
El día de la tamalada, Juventina salió al patio a cortar hojas de tallo, cosechar ajicitos dulces, culantro y “orégano chino”, una especie de planta que usaba mayormente su madre para hacer sancocho. También recogió un par de ajíes trompitos, tienen el aroma del ají chombo pero “no pica”, y así evitar reclamos de su nieta Alexa, de nueve años.
Los demás ingredientes llegaron del supermercado: ajo, cebolla, pimentón, pasta de tomate, ciruelas pasas, aceitunas, alcaparras, costillitas de puerco y el hilo pabilo. El bijao salió del patio del vecino y los granos de achiote habían sido cosechados meses atrás.
Con la máquina de moler instalada llegó Alexa y, bajo las directrices de la abuela, ayudó a moler las dos libras de maíz. Atrás, en el fogón, la leña de nance ardía bajo la paila con el puerco, los guisos, pasta de tomate y un chorro de aceite de achiote.
“No se usa tomate pues se puede agriar el tamal”, advirtió mi tío. Sobre la estufa, en aceite de achiote, se hacía el refrito de rodajas de cebolla con lascas de pimentón pelado y ajo previamente rostizados en el horno.
“Te sale más barato usar una lata de pimientos morrones y es menos trabajo”, sugirió el Tío Milci luego de echarle el cuento.
Ya con el puerco cocinado, tocó apartar las presas y echar los guisos, salsa y gorditos del puerco a la masa para una segunda molida, “Debe quedar como flan”, dice la receta del Milci.
Con la masa lista, se preparó la mesa para la armada. Juventina le mostraba a su nieta Alexa como armar. Colocó una cucharada grande de masa sobre un pedazo de hoja de tallo, luego el refrito, la presa, una ciruela pasa, una aceituna y tres alcaparras. Cerró la hoja de tallo y envolvió con una hoja de bijao. Luego su esposo Agustín se encargó de amarrar con el hilo pabilo.
“Nunca había usado hoja de bijao, solo la hoja de tallo”, comentó Juventina, cosa que me dejó un poco preocupado. Alexa prefirió armar los de ella “sin veneno” (ciruelas pasas / alcaparras / aceitunas).
Luego del quinto tamal envuelto, me preocupaba el color del bijao, estaba blancuzco. Llamé al Tío Milci y, efectivamente, este contestó: “Detén la producción y sancocha las hojas de bijao!, si no, te van a quedar amargosos los tamales”.
De vuelta con la mala noticia, se desarmó lo que se había hecho y Juventina puso a hervir las hojas de bijao. Las de tallo sí las había hervido previamente pero la de bijao solo las lavó.
Ya entrada la noche, con todo envuelto y amarrado, pusimos los tamales a sancochar por unos 20 minutos.
Fue una faena larga y difícil y eso que solo salieron 25 tamales. Le sugerí a Martha, “hagamos 200 para ganarnos una platita”. “¡No hago tamales más nunca, no aguanto la espalda!”, contestó rápidamente.