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Un oficio peligroso

Un oficio peligroso
El escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Archivo

La literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. Ese poder siempre contrario a las verdades y a la invención, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.

Ovidio fue desterrado a los confines más inhóspitos del imperio romano en el Mar Negro, “allá, donde ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo”, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegará a saberse, ofendieron al emperador Augusto, y habría de morir lejos.

Extrañado. Cuando a un escritor se le envía al exilio la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos.

“Como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, dice en sus Tristes, porque aún en aquellas lejanías siguió escribiendo. La necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.

El arte de amar, uno de sus libros capitales, quedó prohibido y fue sacado de las bibliotecas públicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, según él mismo lo dijo, como “ser llevado al sepulcro sin haber muerto”.

En América Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. Muerte, desaparición, cárcel, destierro. Haroldo Conti y Rodolfo Walsh, asesinados por la dictadura del general Videla en Argentina.

Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, y luego bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, después que fue derrocado de la presidencia de Venezuela.

Exiliado Juan Bosch por el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas, y vuelto otra vez al exilio.

Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de González Videla, pero, ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina.

Exiliados Tito Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, por Castillo Armas en Guatemala. Exiliado Augusto Roa Bastos por Stroessner en el Paraguay. Exiliado Mario Benedetti del Uruguay, exiliado Juan Gelman de Argentina: “huesos que fuego a tanto amor han dado/exiliados del sur sin casa o número/ahora desueñan tanto sueño roto/una fatiga les distrae el alma…”.

Y exiliados de Cuba Reinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, diáspora.

De modo que yo pertenezco a esa larga tradición, dos veces bajo orden de prisión, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos años después, por otra dictadura familiar.

Pero hay algo de lo que nunca nadie podrá exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.

Hay lenguas que tienen el país por cárcel. No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.

Sándor Márai, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, también fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. Aún no estaba traducido, y tampoco podría ser leído en su propio país. Y se suicidó en el exilio, ya sin lengua.

Pero yo, con la mía recorro todo un continente, atravieso el mar. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, entran por las veredas clandestinas de las redes sociales, igual que los libros inscritos en las listas negras de la inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula.

Por eso es que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque no se las puede someter. Porque son la expresión misma de la libertad.

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