Cuando cayó Somoza en 1979, una de las fotos que dio vuelta al mundo fue la de unos guerrilleros enjabonándose en la pileta de mármol donde él se bañaba. Y en las oficinas presidenciales lo que quedaba era un reguero de papeles y uniformes militares, y en una esquina en el suelo un retrato del dictador sonriente, perforado de un balazo.
Una guerra de liberación tras un terremoto que había destruido la capital siete años antes, y la Plaza de la Revolución, donde se celebró el triunfo, se abría entre escombros, solares y esqueletos de edificios. Frente a la plaza, el reloj de una de las torres de la catedral en ruinas aún marcaba la hora del sismo, las 12:35 de la madrugada del 23 de diciembre de 1972.
Esta es la ciudad desolada que recordaría Julio Cortázar: “la viste desde el aire, ésta es Managua/ de pie entre ruinas, bella en sus baldíos/ pobre como las armas combatientes/rica como la sangre de sus hijos…”. Y su voz representaba la de numerosos intelectuales que veían en la revolución nicaragüense un fenómeno distinto que encarnaba esperanzas de cambio para un país pobre y atrasado.
Ya habían pasado para entonces veinte años desde el triunfo de la revolución cubana, que era entonces el referente más próximo, de entre las tres únicas revoluciones armadas que se dieron en América Latina en el siglo veinte, contando como la primera de ellas la revolución mexicana de 1910. En los tres casos, el sistema sería remecido desde sus cimientos, y se daba paso a un nuevo orden que implicaba cambios radicales.
La revolución cubana había sido vista en su momento como un fenómeno novedoso que atrajo también a los intelectuales, empezando por Jean Paul Sartre. Y ninguno de los escritores latinoamericanos del boom, que llegarían a marcar una época en nuestra literatura fueron ajenos a esa atracción, entre ellos el propio Cortázar.
Pero cuando aquellos guerrilleros entran en Managua, alumbrados por una nueva aura romántica, para muchos de esos intelectuales ya se habían creado demasiadas decepciones alrededor del modelo cubano; del caso Padilla, que ponía en evidencia la intolerancia frente a la libertad de creación, a los campos de concentración donde fueron a dar no pocos escritores, bajo el cargo de homosexuales que debían ser reeducados.
El modelo nicaragüense comenzó a parecerse al cubano en no pocos aspectos, el primero de ellos la pretensión de constituir un partido único, pero el Frente Sandinista perdió de manera democrática las elecciones en 1990, algo que no estaba presente en el esquema ideológico, pero estaba en la realidad, que terminó derrotando a la ideología.
Salman Rushdie, en su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de su viaje a Nicaragua en 1986, usó una imagen muy bella y eficaz: “había una muchacha nicaragüense/que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar. /Volvieron del paseo/la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar”. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa. Ese era el gran riesgo, y la gran pregunta.
Aquella primavera lejana atrajo también a García Márquez, Carlos Fuentes, Günter Grass, Heinrich Böll, Harold Pinter, Graham Greene, William Styron, Noam Chomsky, Alice Walker, Margaret Randall, y a decenas de intelectuales más. Cuarenta años después, quienes de entre ellos aún viven no se callan frente a lo que está ocurriendo ahora en Nicaragua; el viejo sueño revolucionario convertido en una pesadilla de represión despiadada.
De quienes ya no están, al menos puedo dar fe de lo que pensaban Carlos Fuentes y García Márquez, cuya frase lapidaria, cuando se refería al proyecto de poder para siempre de Ortega, era: “a mí, me estafaron”.
Y allí se alzan ahora las voces de Elena Poniatowska, Alice Walker, Margaret Randall, Salman Ruhsdie, Noam Chomsky, denunciando que, de las ruinas de aquella revolución, lo que ha nacido es una dictadura familiar. Y la de José Mujica, ex presidente de Uruguay, y su esposa Lucía Topolansky, todos ellos figuras sin tacha de la izquierda mundial.
Para que sepamos bien que, de aquello de entonces, nada queda.
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