“No tuve nada que ver con la muerte de [Moisés] Giroldi ni [León] Tejada”, dijo Manuel Antonio Noriega el pasado 27 de enero, ante el juez de cumplimiento que avaló la medida de depósito domiciliario para los preparativos de una cirugía cerebral –la que finalmente acabó con su vida, a las 11:20 p.m. del lunes 29 de mayo-.
Era la primera vez que Noriega se presentaba cara a cara ante los familiares de los 11 militares asesinados la noche del 3 de octubre de 1989, tras intentar deponer al entonces comandante de las Fuerzas de Defensa.
“Con mi corazón, bajo el nombre de Dios, digo: no tuve nada que ver con las muertes de estas personas… Cualquier palabra que no sea cierta, que algo negativo caiga sobre mí”, dijo con firmeza.
“La han agarrado conmigo, que he venido a hacerle frente a los casos”, agregó.
Sentados entre el público estaban sus tres hijas –Sandra, Lorena y Thays-, pero también Josué Giroldi y Javier Tejada, los hijos del mayor Moisés Giroldi –que comandó la intentona contra Noriega- y el capitán Javier Tejada, 2 de los 11 asesinados en el episodio desde entonces conocido como “la masacre de Albrook”, dado que la mayoría fue ultimada en un hangar en la antigua base aérea.
El 29 de enero de 1996, el Segundo Tribunal Superior de Justicia condenó a Noriega a 20 años de prisión por asociación ilícita para delinquir y privación de libertad cometidos en perjuicio de Juan José Arza Aguilera, León Tejada González, Edgardo Estanislao Sandoval Alba, Jorge Bonilla Arboleda, Ismael Vicente Ortega Caraballo, Francisco Concepción Espinoza, Feliciano Muñoz Vega, Deoclides Julio y Erick Alberto Murillo. La sentencia fue ratificada por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia el 9 de octubre de 1997.
“Fueron los amigos de Tejada los que lo mataron, que su odio y rencor vaya contra ellos. Yo impedí que se matara gente”, insistió Noriega. Miraba fijamente a Javier. Desde el público se escuchaban las voces que pedían más información. “Diga los nombres”, clamaban.
Después el juez de cumplimiento Roberto Alexander Sánchez permitió que Javier se dirigieran al dictador, que en todo momento permaneció acomodado en una silla de ruedas, con ropa deportiva y escoltado por agentes de seguridad. Javier le preguntó por qué mató a los 11 hombres, si estos ya se habían rendido. No obtuvo respuesta.
Josue también intervino. Dijo que su familia ya había perdonado a Noriega, aunque no creyó nada de lo que dijo.
Posteriormente, el juez de cumplimiento favoreció al exmilitar con la medida de depósito domiciliario para hacer frente a los preparativos de la cirugía para remover un tumor cerebral originalmente programada para el mes de febrero. Finalmente, Noriega fue operado el 7 de marzo y falleció el 29 de mayo, por complicaciones derivadas de la operación.
Aunque en aquella audiencia el exmilitar nunca habló de redimirse, dos años antes –en Telemetro Reporta-, Noriega esbozó unas disculpas, aunque nunca precisó que estas fueran dirigidas a las víctimas de sus crímenes.
“Bajo la inspiración del Padre Nuestro, la primera oración que aprendí en mi casa, pido perdón a toda persona que se sienta ofendida, afectada, perjudicada o humillada por mis acciones o las de mis superiores en el cumplimiento de órdenes o las de mis subalternos, en ese mismo estatus, y en el tiempo de la responsabilidad de mi gobierno civil y militar”, leyó en el noticiero. Aquellas disculpas las llevó anotadas en una hoja. No hubo lugar para preguntas o improvisaciones. Al terminar la lectura, se acabó su intervención.
Noriega también fue condenado a 20 años de prisión por el homicidio de Giroldi. El dictador tiene una tercera condena por homicidio: el de Hugo Spadafora, en septiembre de 1985.
Hoy por Hoy publicado el 25 de junio de 2015
Manuel Antonio Noriega dijo ayer, sin manifestar arrepentimiento alguno, que él pedía perdón a los que se sintieron ofendidos, afectados, perjudicados o humillados por la dictadura militar que desgobernó este país durante 21 años y que seguramente es la madre de muchos de nuestros males de hoy. Si Noriega pretendía cerrar el capítulo de la oscura era militarista que él mismo dirigió con sangrienta crueldad, ha debido responder por el secuestro y desaparición del padre Héctor Gallego, contar lo que sabe sobre la decapitación del médico Hugo Spadafora o confesar las brutales ejecuciones de militares que se alzaron en su contra en las últimas horas de su tiranía. Pedir perdón es solo parte de un acto de contrición, hace falta genuino arrepentimiento y, con su confesión, finalizar con la inhumana incertidumbre de más de un centenar de familias que sufrieron la desaparición de algún miembro bajo el mando de Omar Torrijos y otros exmilitares. Su “declaración” de ayer no fue más que un mal guión, pero interpretado magistralmente con la soberbia del dictador que fue.