En recuerdo del padre Héctor Gallego

En recuerdo del padre Héctor Gallego


El secuestro y desaparición forzada del sacerdote Héctor Gallego—un delito de lesa humanidad cometido por órdenes directas del dictador Omar Torrijos en 1971—es uno de los actos más representativos del régimen de terror instaurado por los militares en 1968. He dedicado varias columnas a ese lamentable episodio de la historia nacional, que los militares y su partido, el PRD, se esfuerzan por ocultar. A continuación presento una síntesis de mis publicaciones sobre Gallego, con motivo del 49° aniversario del crimen cometido en su contra por la narcodictadura castrense.

El martirio del sacerdote

De la página electrónica de Quiubo, que los recordados periodistas Alfredo y Ramón Jiménez Vélez mantuvieron en funcionamiento hasta su sensible deceso, provienen los siguientes datos sobre el apostolado del padre Gallego en Panamá:

En 1967 Héctor Gallego, un joven cura colombiano llegó a Santa Fe, una comunidad agrícola, montaña adentro de Veraguas ... En Santa Fe, la ley la imponían los terratenientes cafetaleros que explotaban a los campesinos. Gallego trató de cambiar el mucho trabajo y la poca paga por una justa relación laboral. Organizó a los campesinos que pidieron mejor trato y fundaron cooperativas, que los libraron de comprar caro en las tiendas de sus patronos.

Las amenazas de éstos no se hicieron esperar, pero no detuvieron a Gallego. De las duras palabras pasaron a los hechos y le incendiaron el rancho donde vivía. El cura escapó de las llamas, al tirarse por la única ventana de la rústica vivienda.

Entonces, los terratenientes buscaron el apoyo de los militares. Estos organizaron un operativo para rastrearlo en la campiña, que Gallego recorría con su sombrero montuno y el destello del sol en sus gruesos anteojos. Lo localizaron, la noche del 9 de junio de 1971, en el rancho de Jacinto Peña ...

Dos hombres, que se identificaron como miembros del terrible G-2, el grupo más represivo de los militares, se bajaron de un ‘jeep’ y le gritaron que saliera, pues tenían una orden de captura en su contra. Temiendo por la familia campesina, Gallego salió; y fue de inmediato atacado por los desconocidos que lo arrojaron dentro del ‘jeep’ y huyeron con rumbo desconocido. Desde ese momento no se volvió a ver al padre Gallego.

El sacerdote fue víctima del crimen de lesa humanidad conocido como desaparición forzada, conducta criminal eventualmente definida en la Convención Interamericana sobre desaparición forzada de personas (1994) en los siguientes términos: se considera desaparición forzada la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuere su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona, con lo cual se impide el ejercicio de los recursos legales y de las garantías procesales pertinentes (Art. II).

A mayor abundamiento, el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional (1998) define la misma conducta delictiva en los siguientes términos, configurándola en su Art. 7.1(i) como un crimen de lesa humanidad: la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa a admitir tal privación de libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un período prolongado (Art. 7.2[i]).

Brutalidad institucionalizada

El crimen de lesa humanidad cometido contra el padre Gallego es indicio de los niveles de brutalidad y arbitrariedad de un régimen que desde sus inicios se acostumbró a perseguir, torturar y matar a sus adversarios. Es importante recordar que, al momento en que ordenó el secuestro del sacerdote, esa dictadura ya había asesinado al abogado Rubén Miró Guardia, al dirigente ngäbe Tomás Palacios Salinas, al líder obrero José del Carmen Tuñón, a la estudiante Dora Ceferina Moreno, al activista universitario Floyd Britton, a muchos combatientes panameñistas en Chiriquí y a decenas de compatriotas, como lo recordó, en su columna “La memoria civilista”, el Dr. Carlos Iván Zúñiga (La Prensa, 16 de junio de 2007).

Luego de la desaparición del padre Gallego, la tenebrosa tiranía de Torrijos y su torturador principal (Manuel Noriega) enfrentó la repulsa generalizada. Los campesinos de Santa Fe, recuerdan los hermanos Jiménez, organizaron rápidamente grupos de búsqueda y el Obispo provincial Martín Legarra … denunció a las autoridades locales el suceso.

Conocida la noticia en la capital, el 18 de julio de 1971 se llevó a cabo una masiva protesta frente a la iglesia del Carmen. A pesar del miedo imperante, de las gargantas dolidas e indignadas del pueblo salió la acusación terrible contra el régimen militar.


Ante el gran descontento ciudadano, la tiranía recurrió a la distorsión, la persecución y el encubrimiento. Con miras a desinformar—como bien lo ha señalado la Dra. Brittmarie Janson Pérez en su meritísima obra Panamá protesta—los militares y sus secuaces civiles emplearon medios censurados y manipulados, a cargo de seudo periodistas emplanillados, para tergiversar los hechos y denigrar al sacerdote.

La dictadura persiguió a los amigos del religioso e, incluso, apresó a jóvenes cristianos, allegados al cura mártir. El Ministerio Público, sometido a los jenízaros, amañó el proceso y sus personeros intentaron confundir a la población con mentiras y falsedades, a las que los medios de comunicación, adscritos a los cuarteles, daban amplia cobertura. “Tras unas investigaciones amañadas”, como lo señala Quiubo, “el caso fue cerrado por no existir el cuerpo del delito.”

Esperanzas frustradas

Con el derrumbe de la dictadura castrense (1989), los panameños teníamos la gran esperanza de que el tránsito hacia el sistema democrático produjera la necesaria y urgente rectificación del sistema judicial. Que se investigara y procesara a los culpables del crimen de Héctor Gallego era una aspiración generalizada. Sin embargo, las esperanzas ciudadanas rápidamente se vieron frustradas.

Ya en el juicio por el asesinato de Hugo Spadafora (1993)—otra gran atrocidad de la dictadura militar—había quedado al descubierto que a pesar del cambio de régimen político, el sistema judicial panameño seguía (y sigue, todavía) penetrado por la corrupción, la ineptitud y la desidia. El proceso judicial culminó con la absolución, por un jurado de conciencia, de siete de diez sindicados.

Tras la reapertura del caso, entre octubre y noviembre de 1993 se llevó a cabo el juicio por la desaparición del padre Gallego. Cuatro agentes de la Guardia Nacional torrijista fueron acusados: Óscar Agrazal, Eugenio Nelson Magallón, Nivaldo Madriñán y Melbourne Walker. Sólo los últimos dos se presentaron a la audiencia. Magallón, convenientemente, se mantuvo “prófugo” de la justicia, seguramente con apoyo de sus camaradas militares y aliados perredistas enquistados en el Órgano Judicial. Agrazal había elegido someterse a un juicio en derecho, al término del cual fue absuelto.

El 29 de abril de 1994, el jurado encontró culpables a Magallón (prófugo), Madriñán y Walker, pero tan negligentes fueron la investigación y el proceso judicial, que ni siquiera pudo conocerse con precisión dónde están los restos del padre Gallego. Además, la administración de justicia fue incapaz de establecer quiénes planearon tan abominable crimen y cuáles fueron sus pormenores.

Aunque por mucho tiempo se rumoró que el sacerdote fue arrojado al mar desde un helicóptero, como lo hacía la dictadura con algunas de sus víctimas, versiones más recientes indican que fue asesinado de otra manera. Ante la falta de interés del Ministerio Público, Rafael Pérez Jaramillo y Alexis Sánchez, entre otros, han explorado los pormenores del caso. Su conclusión es que en el momento de su detención y a lo largo del trayecto desde Santa Fe hasta Santiago, el sacerdote fue golpeado fuertemente por sus secuestradores, al punto de causarle daños irreversibles.

Aún así, el maltrato continuó en el Instituto Nacional de Agricultura (INA), una de las escalas de aquel viaje de terror ordenado por Omar Torrijos. De allí fue trasladado al centro de torturas conocido como “La Charquita”, que operaba desde una casa en Bella Vista, en la ciudad capital.

Puesto en conocimiento del estado físico del sacerdote después de semejante martirio, el dictador emitió su sentencia fatal: mejor un cura muerto que parapléjico. Se le dio un tiro fulminante y se lo enterró clandestinamente en el cuartel de Los Pumas (Tocumen), junto con otras víctimas de la dictadura. No fue hasta 1999 que se descubrió ese cementerio clandestino, macabro hallazgo que motivó la creación de la Comisión de la Verdad por el gobierno de Mireya Moscoso (1999-2004).

En 2005, el arzobispo de Panamá, José Dimas Cedeño, solicitó a la procuradora general de la Nación, Ana Matilde Gómez, que el Ministerio Público practicara nuevas pruebas de ADN a los restos recuperados en en Tocumen (La Prensa, 4 de febrero de 2005). Se había sugerido que una de esas osamentas podría ser la del padre Gallego.

Para sustentar dicha hipótesis, se mencionó que en el bolsillo de un pantalón exhumado con los restos se encontró una moneda de un centavo, conmemorativa del Cincuentenario de la República (1953). Poco antes del secuestro, un amigo, Diego de Obaldía, le había regalado al sacerdote un centavo del Cincuentenario (La Prensa, 29 de octubre de 1999).

Además, la señora que le lavaba la ropa al padre Gallego identificó el pantalón y dijo que pertenecía al cura. “Al tocar las prendas de vestir, la lavandera sufrió un impacto emocional que aún la mantiene afectada. Héctor sólo tenía tres pantalones y esta mujer era quien se los lavaba, por lo tanto, ¿quién más que ella podía conocer sus prendas de vestir?’’, señaló Nubia Gallego, hermana del religioso (La Prensa, 28 de noviembre de 1999).

Tiempo después, un informante presentó a la Fiscalía Auxiliar una fotografía en que el sacerdote lleva puesto un pantalón semejante al que se encontró en Tocumen. Al poco tiempo, la imagen misteriosamente desapareció del expediente. Nada se avanzó hacia la correcta identificación de las osamentas.

Un lustro más tarde, el 6 de junio de 2010, el recién instalado arzobispo de Panamá, José Domingo Ulloa, pidió en una homilía “llevar a fondo” la investigación de la desaparición del padre Gallego, añadiendo que “un poco de buena voluntad y de hacer memoria, aclararían el misterio”. Algo parecido puede decirse al respecto de los demás crímenes de la narcodictadura, tanto los que documentó la Comisión de la Verdad como los que esa entidad no pudo descubrir.

Gallego en el recuerdo

Diez años han transcurrido desde entonces; tres décadas han pasado desde el inicio del período “democrático” y 49 años, desde el crimen contra Héctor Gallego, pero aún no se ubican sus restos. Semejante negligencia y complicidad con la dictadura militar es inadmisible en el sistema judicial de una supuesta democracia.

No solamente han sido negadas las aspiraciones de justicia para el padre Gallego. El PRD, además, ha conspirado para frustrar y descartar las iniciativas ciudadanas dirigidas a honrar su memoria. En ese despreciable propósito, le ha sido muy útil la indiferencia y pusilanimidad de la dirigencia opositora.

Durante la década de 1980, un movimiento estudiantil universitario enarboló, en la entrada principal del espacio público denominado por la dictadura militar “Parque Recreativo Omar”, una pancarta con la siguiente inscripción: “Parque Héctor Gallego”. Al día siguiente, una imagen del letrero apareció en la portada de La Prensa. A partir de ese momento, la ciudadanía consciente, civilista y comprometida con valores democráticos, republicanos y humanitarios, empezó a llamar al bien público en cuestión “Parque Héctor Gallego”.

La acción estudiantil tenía sólida argumentación. ¿Cómo es posible que un parque donde juegan los niños panameños—y en el que las familias istmeñas obtienen sano esparcimiento—tenga el nombre de un tirano con las manos manchadas de sangre, líder máximo de un régimen represivo y violador de los derechos humanos?

En vez, lo justo es denominar ese espacio público en recuerdo de la más emblemática de las víctimas del dictador, un sacerdote bueno, que si alguna huella tenía en sus manos era la de la tierra que estrujaba a la par de sus hermanos campesinos y cuya corta vida, cruelmente truncada por la tiranía, constituyó un testimonio de apoyo solidario a los niños panameños y las familias istmeñas de nuestra campiña interiorana. La propuesta, evidentemente, tuvo mucha resonancia.

Tras el derrocamiento de la dictadura, una de las primeras medidas del presidente Guillermo Endara Galimany fue quitarle el nombre del tirano al parque de la vía Porras y ponerle el del padre Gallego, en conmemoración de un sacerdote dedicado a promover el reino de Dios y su justicia entre los oprimidos.

Sin embargo, poco después de asumir el mando presidencial, en 1994, Ernesto Pérez Balladares (PRD), le quitó el nombre de Héctor Gallego a dicho espacio recreativo y le puso el de Omar Torrijos. Algunos sujetos inconscientes, a manera de burla chabacana, empezaron a llamarle “Omar Gallego” al sitio en referencia, confundiendo en una sola designación a víctima y victimario, como si la tortura y muerte de un sacerdote fuesen un gran chiste.

Para los sectores civilistas, que rechazan la dictadura militar y su secuela de latrocinios y arbitrariedades, el sacrificio del padre Gallego simboliza la lucha permanente, pero pacífica y moral, que es necesario librar para refundar la República sobre bases democráticas, incluyentes y decentes. Por ello y por la violación a los derechos humanos que significó su desaparición forzada, cruel e inhumana, debemos seguir recordando al padre Gallego, como lo han venido haciendo, durante ya casi medio siglo, sus hermanos de Santa Fe de Veraguas.

El autor es politólogo e historiador y dirige de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.

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