La guerra en el Congo hizo que Mateus Fabrice Ansel, de dos años de edad, hoy comiera una manzana en Panamá, a siete metros de Costa Rica. Técnicamente, no está en ninguno de los dos países.
Dos meses atrás, Yolanda Benie, su madre, decidió que quería una vida mejor y no morir tan joven. Vendió todo lo que tenía y ahorró lo que pudo: tomó a su primogénito y sus $2 mil 500 y partió hacia Estados Unidos.
Yolanda y Mateus son dos de los cerca de 250 africanos -según las cifras oficiales- que se encuentran sobreviviendo en un limbo entre dos países que no saben qué hacer con ellos y que diplomáticamente esquivan cualquier tipo de responsabilidad. Ese limbo se encuentra entre el puesto fronterizo de Paso Canoas y la línea imaginaria que separa a Panamá y Costa Rica.
Dice Wilson Cámara, de 34 años, también congolés, que en realidad hay unos 500 africanos durmiendo en cartones o bolsas en la calle o bajo cualquier techo o rincón que se deje. Wilson hace de coordinador del grupo: habla con los policías, con los de Cruz Roja, y con los periodistas. En un “portuñol” bien claro, explica que solo han recibido alimento de voluntarios de alguna iglesia de Costa Rica. “Panamá... Nada”, dice y se ríe con el gesto de alguien que lleva tres meses de travesía desde otro continente, cruzó un océano y no espera nada de nadie: “solo que nos dejen seguir hacia Estados Unidos”.
El jueves pasado, un grupo de los africanos que días antes logró entrar a Costa Rica y llegar hasta la frontera con Nicaragua fue devuelto a Panamá por la Policía costarricense por, supuestamente, estar ilegales en su territorio. Lo extraño es que algunos de ellos sí tenían papeles migratorios que les dieron las propias autoridades ticas.
Seka Christian, su esposa Landu Milana, ambos de 29 años, y su hijo Seka Kitata, de un año de edad, estaban en ese grupo. “No entiendo por qué no nos dejaron pasar”, dice el padre de la familia, mientras mira incrédulo el papel que le dio Costa Rica.
Landu Milana quiere decir algo, pero solo le sale que tiene las amígdalas inflamadas y que hoy no ha comido. Seka Kitata duerme plácidamente en la comodidad que le brinda un pedazo de caja a los pies de la puerta de entrada de un cajero automático.
Los límites de esa nación están claramente marcados por agentes antidisturbios de uno y otro país. Por suerte, hasta ahora no han tenido que aplicar sus entrenamientos. En el medio, senegaleses, congoleños, malienses, entre otros, esperan por alguna directriz, intención, solución de cualquiera de los dos gobiernos.
Yolanda dice que está cansada, pero sonríe para olvidar la fatiga. Sus inmensos ojos negros hablan por ella. Afirma que se quedó sin dinero. Mateus Fabrice se aburrió de la manzana y ahora juega con un perro.
(Con información de Sandra Alicia Rivera).