Frente a frente el hombre y el poeta. Guillermo Sánchez Borbón, periodista valiente y rebelde, vuelve a Bocas del Toro a los 93 años y se encuentra ahora ante la isla de Solarte, aquella que lo inspiró a llamarse Tristán y apellidarse como ella, a escribir literatura e inmortalizar a la tulivieja.
Surca el bote de nombre Don Lucho por el archipiélago bocatoreño. Isla Colón, Carenero y por fin, más allá, Solarte. El escritor observa las cloróticas palmeras desde sus lentes tintados. Sonríe con picardía. Pregunta por una casa de color blanco sobre una de las colinas de la isla y le responden que allí vive un gringo. No dice nada y Leeroy, el botero, vuelve a arrancar el viejo motor.
El sol arde y el agua brilla. Sánchez Borbón lleva un salvavidas naranja y un polo blanco. Observa solemne su entorno. A su lado viaja Mirna, la hondureña que cuida de él y que atiende su celular. Atrás van su sobrino Temístocles Sánchez y su buen amigo I. Roberto Eisenmann. Ruge el motor. Conversan sobre las langostas a 25 centavos 35 años atrás y sobre nuevos hoteles en Bastimentos.
Se hace medio día y vuelven al hotel Gran Bahía de isla Colón. Hay que almorzar y falta mucho por hacer. Es apenas el segundo de los cuatro días de Sánchez Borbón en su natal Bocas Town. Pero antes, un breve reposo. El bardo mira algunas fotos viejas del pueblo y se sienta despreocupado en una de las sillas de plástico blanco. No parece cansado aunque debería estarlo: fue al mismo tiempo el periodista más leído de Panamá y el referente latinoamericano de la literatura panameña.
"Con frecuencia sueño con esto", dice con su voz ronca y potente, sentado en el balcón del hotel. Señala hacia Solarte, la que ahora ya es parte de él. Él es parte de ella. Son uno solo.
Las calles repletas de baches y de yerbajos que locamente se aferran a la miserable tierra arenosa de Bocas del Toro, como dice la novela del poeta titulada El Ahogado,y como ocurre con tantas frases y versos suyos en otras obras, son axiomas que construyen un templo de recuerdos. José Tito Thomas, vecino de Sánchez Borbón y anfitrión de esta visita, recita aquellas memorias según avanza la tropa en un busito blanco.
"Aquí estaba la cantina de Choy", "aquí estuvo preso el poeta", "aquí vivió Joaquín Quirós", dice Thomas y señala hostales hippies y lotes baldíos. El episodio estimula la memoria de Sánchez Borbón y él dispara anécdotas. Recuerda que tenía un Volkswagen escarabajo y que un día un taxista le gritó que si manejara como él, se quedaría en la casa. "No salí más y me di cuenta de que el tipo tenía razón", agrega el escritor.
En esas calles el periodista se enamoró de las letras y forjó su personalidad. Allá se obsesionó con la tulivieja; leyó películas mudas para sus amigos en el cine The Broadway; jugó béisbol; se asustó con los gritos frenéticos de King Kong; comió carne de tortuga; y entendió que, por más que lo deseara, nunca sería un buen pescador.
Guillermo Zacarías Sánchez Borbón nació el 1 de junio de 1924 en el hospital público de isla Colón. Un lugar en medio del solitario archipiélago de Bocas del Toro que por aquellos días no tenía luz, ni agua potable, ni acueductos. Un lugar rodeado de selva y de mar en el que reinaba el anonimato.
Su padre se llamó José María Sánchez, fruto de una relación entre una muchacha de Boca del Drago, una aldea de pescadores al otro extremo de isla Colón, y un colombiano que llegó de visita. Fue primero pescador y luego bananero, pero sobre todo lector. Recitaba de memoria poesías colombianas que iniciaron el camino literario del pequeño y aún lejano Tristán.
Su madre era costarricense y se llamaba Juanita Borbón. Dice Sánchez Borbón que él se parece físicamente a su padre, pues su mamá era muy bella. Ella también leía mucho. Obras de Alejandro Dumas y Xavier de Montepin, sobre todo.
La familia vivió primero en Carenero, la pequeña ínsula frente a isla Colón que funciona como una extensión suya al estar a menos de tres minutos en lancha. Cuenta que su papá movió la casa entera sobre un lanchón gigantesco. Allí fue cuando conoció a Tito Thomas, que era uno de los chiquillos a quien Mireya, hermana de Guillermo, le cortaba el pelo. Se hicieron amigos mucho después, cuando por fin Thomas pudo entrar a los billares a ver al poeta ganar una y otra vez en carambola.
Y fue en esa casa, que hoy ocupa el hotel Tropical Suites, que el niño Tristán se obsesionó con la tulivieja, la mujer que deambula eternamente por las noches en busca de su hijo que dejó al borde de un río para hacer el amor con un desconocido. La cocinera de su casa era la encargada de llevarlo a dormir y le contaba esa historia con frecuencia tropical. Sánchez Borbón entonces apretaba fuertemente los ojos para simular que dormía y no tener que enfrentar al engendro. La obsesión lo acompañó hasta 1952, cuando volvió a Bocas del Toro defraudado después de su paso por el bloque comunista europeo y decidió aliviarse con pluma y papel. En 15 días escribió El Ahogado, obra cumbre suya publicada cinco años después y su segundo premio Ricardo Miró. El primero fue en 1951 con la novela El guitarrista y el tercero y último fue por su poemario Vienen de lejos, en 2001.
Termina el recorrido en el pequeño bus blanco y vuelve la comitiva al hotel Bahía, propiedad de Thomas. Todos se retiran a sus habitaciones. Quieren descansar. Menos Sánchez Borbón. Se escapa del cuarto apenas Mirna cae rendida. Se sienta en el portal con Vienen de lejos y de repente aparece Temístocles. Recuerdan cuando solo había dos carros en el pueblo. Uno era un taxi y el otro el camión de bomberos. Un incendio ocasionó que ambos se chocaran. "Algún día escribiré de eso. Pero ahora tengo tanta pereza", dice el poeta, despeinado y con la camisa a medio abotonar. Sonreído, por supuesto.
Hace calor y alguien pide una cerveza fría. Sánchez Borbón concluye la solicitud con una frase que condensa al Caribe: "No jodas y tómatela caliente".
El cementerio de isla Colón es ruinoso, lleno de hierba mala y mugre. Un lugar aterrador, como cualquier otro que se respete. Pocos metros lo separan del mar. La mayoría de las tumbas consiste en humildes montoncitos de tierra, invadidos por la maleza y por florecillas silvestres de indecentes colores. Es también una ciudad de cangrejos que pululan por todas partes, profanando las tumbas con su grotesco caminar, el carapacho ruidoso centelleando al sol o a la luna. El canto del mar adquiere allí sus notas más lúgubres.
Sánchez Borbón camina sin rumbo hasta que Temístocles le muestra la tumba de José María, hermano de Guillermo. En el sepulcro contiguo está el padre de ambos. Visitan tumbas de antiguos conocidos y recuerdan, inevitablemente, El Ahogado. Su protagonista, Rafael, un poeta que amanece encharcado en su propia sangre, inspiró varios versos al camposanto.
Entonces Sánchez Borbón desnuda a Tristán Solarte: Rafael está basado en Benjamín Fitzgerald, un bocatoreño que cantaba y tocaba guitarra y que todo el pueblo adoraba. "Pensé qué pasaría si de repente Benjamín aparece muerto. Así surgió El Ahogado. Nunca me atreví a confesarlo", murmulla y sigue entre las cruces de madera y de mármol.
Sánchez Borbón perdió a sus padres antes de los 20 años. Vivió entre isla Colón y Costa Rica hasta que se fue a Zegla, la finca familiar, sobre los ríos Changuinola y Teribe. Era un lugar lejos del mar y por el que pasaba un ramal del ferrocarril, que se metía a la propiedad para recoger la producción de banano.
Allá no solo se inspiró para escribir, sino que pasó incontables atardeceres comiendo patacones con su familia. Entre ellos, su sobrina Verónica de Chen.
Al verse nuevamente se fundieron en un abrazo fuerte.
-¿Estás enferma?, preguntó él.
-No estoy enferma, lo que estoy es vieja.
-Pero no se te nota.
El encuentro fue en una pequeña tienda de artesanías con olor a incienso en calle Tercera. Es el negocio de los Chen, de la misma familia de Roberto Chen, defensa central de la selección nacional de fútbol. Verónica es su abuela. Así atestiguan las decenas de fotos suyas en todas las paredes.
Poco a poco llega más gente. Se corrió la voz de que Sánchez Borbón, el poeta bocatoreño, el periodista heroico, regresaba a su tierra. La memoria del escritor no pudo mantener el ritmo apresurado con el que cambiaban los rostros que lo saludaban, pero a todos les regaló una sonrisa.
Después se sentó en la acera, sobre un pesado banco de madera conversó con familiares, vecinos y conocidos acerca del pasado y el presente social y político. Habló, por ejemplo, del pueblo naso y de cómo el gobierno los hostiga. "Para qué ir a joder", reclama en plena vía pública.
Temístocles interrumpe la conversación y avisa la hora de almuerzo. Que deben volver al hotel pues encargaron un arroz con frijoles que ya espera por ellos. Sánchez Borbón se levanta de la silla y camina despacio pero con swing hacia el bus blanco. Cuando ya está sentado aparece otra persona y lo saluda. Pareciera que el poeta la aconseja. Luego le da unas palmadas en la espalda. El visitante se va con rostro de gozo.
Pero el almuerzo aún no llegaba. Toca esperar. Si algo abundó en el regreso de Sánchez Borbón a su isla fue la paciencia. En Bocas del Toro hay una sola regla: si no ha pasado, va a pasar.
Mañana lluviosa en isla Colón y enseguida aparecen los charcos frente a las casas de madera con helechos y flores en el balcón. Las calles quedan desiertas hasta media mañana cuando ya solo llovizna. Sánchez Borbón y comitiva desayunaron y ahora contemplan la garúa desde el balcón del hotel. Es un edificio de madera construido en 1905. La última visita del poeta fue precisamente para el centenario de la estructura, hace 12 años. Allí sostuvo una especie de conversatorio en el que tiró de su repertorio de anécdotas bocatoreñas.
Las mismas que fluyen en el balcón en esta mañana lluviosa. Sánchez Borbón en pijama de rayas, pantalón largo, zapatos sin medias y sus lentes tintados. Sus perennes lentes tintados. Más tarde se pondrá su camisilla, su eterna camisilla, pero el clima de borrasca por el momento obliga comodidad.
Conversan de todo un poco: los dos terremotos y el tornado que devastaron la isla el siglo pasado, de Solarte, sobre personas que conoció y que trabajaron en una de las administraciones de Belisario Porras, del asesinato de José Remón Cantera. También de cosas actuales, como del escándalo de Mossack Fonseca: "eso de las sociedades anónimas no es ninguna calumnia".
Con Sánchez Borbón siempre pudo hablarse de todo. El bocatoreño fue un hombre que se obsesionó desde temprano con las letras. Era alguien, por ejemplo, que podía leer a los 50 años las mil páginas de Ulises, de James Joyce. Alguien que viajaba a Alemania y se internaba en las bibliotecas aun cuando era poco lo que podía entender.
Convertido en Tristán Solarte, viajó por doquier y conoció a artistas inmortales en los congresos a los que fue, como el mexicano Diego Rivera o el argentino Ernesto Sábato. Con el escritor forjó una profunda amistad. "Me parece injusto que esta novela [El Ahogado] permanezca oculta en un rincón de Panamá", dijo alguna vez el autor austral.
Por ese entonces, Sánchez Borbón ya alternaba sus estancias entre Changuinola y la capital. En Bocas del Toro estaba con su hermano Rodrigo, a quien colaboró y apoyó en sus campañas políticas. En la capital, por otro lado, residía su hermano José María, otro amante de la literatura.
No fue hasta el final de la Segunda Guerra Mundial que Sánchez Borbón se estableció en la capital, aunque siempre viajó con gran frecuencia a su provincia natal. En la ciudad, incluso, se consolidó su persona literaria. En 1944 llevó sus poemas al diario Panamá América, dirigido entonces por Rodrigo Miró, para publicarlos en la página literaria. En la sala de espera se encontró con el poeta Guillermo Luciano Sánchez Bernasconi, quien firmaba como Guillermo L. Sánchez B. El bocatoreño entonces aceptó la petición de su colega de buscar otro nombre para evitar confusiones. Solarte por la isla que veía a lo lejos desde niño, y Tristán por el personaje principal de la ópera de Richard Wagner, Tristán e Isolda, en la que los protagonistas terminan muertos por un amor irrealizable.
La ciudad de Panamá explotaba en lo cultural con el café Coca Cola como epicentro literario. Allí pasó incontables faenas junto a sus amigos y colegas. Integró el movimiento cultural y tertuliaba con Rogelio Sinán, Demetrio Korsi, Ramón H. Jurado, César Young Núñez, Demetrio Herrera Sevillano, Roque Javier Laurenza y el exiliado español Juan María Aguilar.
Transcurría la vida del poeta bocatoreño entre tertulias, letras y colaboraciones con el Panamá América y el diario El Día. Hasta que lo exiliaron en 1968. Tuvo que irse a México por solicitud del nuevo régimen militar. Comenzaban las fricciones. Cuentan que tuvo que ver por su ideología política y por su papel en los movimientos sociales en su Bocas del Toro.
Regresó a mediados de 1970 y poco a poco conoció a quienes lo invitaron a formar parte del proyecto de La Prensa, un diario cuyo objetivo era asolear mentiras y engaños gorilescos. Cuenta el poeta que una vez los hermanos Iván y Winston Robles lo invitaron a una reunión. Todos los convocados de repente sacaron chequeras y comenzaron a firmar en ellos sumas de $5 mil. "Me sentí víctima de una confusión kafkiana. Cualquiera que me conociera sabía que yo siempre andaba limpio", confesó en el libro Memorias mínimas. Enseguida le aclararon: lo tuyo es apoyo moral e intelectual.
Comenzó como corrector de estilo y ocasionalmente colaboraba con una que otra columna de opinión. La sección En pocas palabras aún no existía. Dos meses después de la salida de La Prensa, el 5 de octubre de 1980, apareció por primera vez la famosa columna. Estaba entonces bajo la autoría de Miguel Antonio Bernal, quien además llevaba la sección internacional. Surgieron los contratiempos y Bernal le cedió el espacio a Milciades Ortiz. El periodista, además de la columna, tenía que reportear, atender su programa radial y dar clases en la Universidad de Panamá. Así que delegó la sección a Sánchez Borbón mediante un arreglo simple: Ortiz lo dotaría de informaciones y él las redactaba. Con el tiempo, naturalmente, Ortiz dejó de llevar datos. La columna entonces se comenzó a nutrir de cualquier comentario de los demás periodistas de la redacción. Hasta que un día no había nada para poner. Ni una sola glosa.
-¿Y ahora qué hago?, se quejó Sánchez Borbón con el director, Fabián Echevers.
-Usa la imaginación, le ripostó.
Y siguió la sugerencia al pie de la letra. En aquella edición de La Prensa del 25 de noviembre de 1980 pudo leerse la siguiente glosa:
"Bienvenido Herr Fritz. El Dr. Hanz Fritz Von Schmockfurtensteine, célebre coprólogo de la Universidad de Heiderberg, ha ofrecido sus servicios a Panamá para resolver el problema de la basura y, de paso, el de la energía. Fritzie, como le dicen cariñosamente sus amigos, ha inventado un original procedimiento para extraer gas de lo que, hablando con franqueza, no es más que inmundicia, una gran porquería, en suma. Caso de no llegarse a un acuerdo mutuamente satisfactorio, Fritzie se propone insuflarle energía a los adormilados directores del Departamento de Aseo, extrayéndoles -por un método no menos novedoso, aunque un tanto drástico- todo el gas".
Escribió con rabia porque sentía que lo cargaban con responsabilidades innecesarias. Por eso se fue a su casa con la seguridad de que no iba a salir la glosa y al día siguiente lo despedirían. Esta idea le daba cierto confort: los trabajos fijos no eran algo a lo que les tuviera mucho cariño.
La siguiente mañana vio su nota publicada y al llegar a la redacción, ya de noche, nadie le hizo ningún reclamo. Entendió, entonces, que “podía salirse con la suya” y decidió hacer suyo esa columna que se convirtió en la más leída del país.
Sigue la conversación en el balcón del hotel Bahía en la mañana lluviosa en isla Colón. Ríen después de que el poeta hiciera gala de su memoria y pregonara un calipso. Hablan del periodismo de entonces. "Era un milagro heroico", dice Eisenmann. Observa en su celular un video de mediados de los años 1980, cuando incendiaron la Mansión Danté. Sánchez Borbón pide verlo y se sorprende -por enésima vez- de la crueldad de los militares de la época. Añade que extraña todo del periodismo, pero, principalmente, "joderle la paciencia a los gorilas". Y sonríe.
Aparece en el portal del hotel Juan Pedro Sánchez, otro sobrino de Sánchez Borbón y el médico de la comitiva. Interpela a su tío por andar despeinado y él lo invita a pelear. "Sal un momentito. Sal que te quiero decir algo". Se levanta de la silla y le repite "sal un momentito".
Vuelve a sentarse y dice con una seriedad absoluta: "cobarde. Yo no escribo duro, yo pego duro".
El que aparezca de repente pensará que la invitación fue seria, porque nadie rió. Así es Sánchez Borbón. Todos sus relajos tienen seriedad tajante.
Mientras desarrolló su faceta literaria, solo quienes lo conocieron en persona pudieron darse cuenta de su carácter. Desde la sección En pocas palabras, de La Prensa, reveló por fin a todo el país que además de ser un extraordinario prosista es también un jodedor osado.
La columna diaria transmitía eso y mucho más. Era una mezcla de bromas, secretos, rumores, quejas. Literatura que ilustraba con extraños e inconexos dibujos con leyendas jocosas. Era Sánchez Borbón y Tristán Solarte en un mismo espacio. Un día ilustraba un tratado comercial entre Cuba y Panamá con una tabla sumeria, y otro día denunciaba con detalles escalofriantes el asesinato de Hugo Spadafora.
Utilizaba su profundo conocimiento literario y del mundo para enfrentar como nunca antes al régimen militar panameño, que por ese entonces no se andaba con muchas bromas para encarcelar y asesinar a opositores. Y ese era el objetivo principal de Sánchez Borbón: hacer que el panameño perdiera el miedo.
La osadía tampoco pasó inadvertida. El régimen lo sometió a varias amenazas, incluso pasó a los hechos. Una tarde en el parque Urracá, un hombre se le acercó y le preguntó por la hora en que arrancaban los caballitos, un juego que por aquella época divertía a niños y adultos. Cuando Sánchez Borbón se volteó para contestar, recibió el primer porrazo en el rostro. No lo molieron a golpes porque la gente alrededor salió en su defensa.
Las intimidaciones no afectaron, sin embargo, la actitud desafiante del poeta, que retó día tras día al régimen desde un espacio breve en la contraportada del diario. Por ello un día un teniente fue a buscarlo a la redacción y lo llevó a la cárcel Modelo donde estuvo por cuatro horas hasta que la presión popular logró su libertad. Ese mismo año, 1986, ganó su primer premio no literario: el María Moors Cabot, por su valiente aporte periodístico.
La presión se mantuvo y lo exiliaron. Desde Miami, adonde fue a dar, se convirtió en un símbolo de resistencia. Un talismán que después los derrocados militares quisieron destruir con el argumento de que él había pedido a Estados Unidos que interviniera al istmo. Acción que terminó con el arresto de Manuel Antonio Noriega y con los asesinatos de miles de inocentes. Aun cuando ya ha reiterado que considera la invasión como algo doloroso y humillante, Sánchez Borbón resuelve ahora la acusación a su estilo: "Un día me levanté desesperado por comer sancocho y llame a George [Bush]. 'Hola Guillermo, en qué puedo servirte; anda y acaba con esa mierda; ¡ah como no!, haberlo pedido antes'".
De regreso a Panamá, Sánchez Borbón retomó En pocas palabras hasta mediados de 1990, cuando anunció su adiós al periodismo. Su tiempo se lo dedicó entonces a su hermana Olga y a la literatura. En 2000 publicó su última novela La serpiente de cristal y su último poemario, Vienen de lejos. Ya casi no visitaba Bocas del Toro. No estaba como para un viaje en auto de más de 10 horas y los aviones nunca fueron algo que particularmente lo hicieran feliz. Pero extrañaba su isla. "Siempre me he sentido bien aquí"; dice desde el portal mirando a la gente pasar.
El poeta observa caer la tarde desde Boca del Drago, el pueblo de su padre. Está sentado en una banca playera del restaurante Yarisnori. Come tajadas fritas de fruta pan y bebe una limonada. La cordillera inmaculada de Bocas del Toro se aprecia a la distancia, azulada y salpicada de nubes. Es la tercera y última tarde de Sánchez Borbón en su tierra natal. El avión de regreso a la capital sale mañana.
Se sienta al regresar al hotel -como lo ha hecho estos días- en el portal y mira la gente pasar. Pellizca un pan Johnny Cake y reflexiona en medio de una conversación sobre su legado. "Las generaciones de ahora no me conocen. Ha pasado tanto tiempo".
Su teoría fue demolida por Patzy Moreno, una veinteañera que vacacionaba en la isla junto con su madre y que reconoció al bardo en la calle. Se emocionó y le pidió una fotografía. No lo podía creer. El Ahogado, canta, es uno de sus libros favoritos. Sánchez Borbón siempre le sonrió y hasta se veía nervioso, cosa rara en él.
La cena final en la isla fue en un restaurante de comida mediterránea. El poeta se veía, por primera vez en ese viaje, cansado. Aunque su agilidad mental estaba tan aguda como siempre.
-¿Cuál es tu música favorita?, le pregunta alguien de la mesa.
-Esa, y señala hacia la pequeña bocina que suena arriba con una música irreconocible.
Llega la cuenta y Thomas intenta pagar con su tarjeta, pero no tienen punto de venta. Todos ponen una parte, entonces. Sánchez Borbón saca un billete de $20. "Tu dinero no sirve aquí", le dice Thomas. "Bueno, después no digan que no ofrecí pagar, pues", responde el poeta con su sonrisa pícara, como quien comete una travesura.
A la mañana siguiente llegó feliz al aeropuerto. Subió al avión de primero, con su escalar lento y rítmico. Se sentó en la ventana. Miró fijamente las islas después del despegue. Como quien le dice adiós a un lugar. Aunque ya Tristán Solarte lo había hecho en su poesía El poeta se despide de su isla:
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