Sus voces son aisladas, encarceladas o silenciadas a tiros. En Colombia, país donde más defensores de derechos humanos son agredidos en el mundo, algunos activistas lograron burlar el cerco de amenazas para denunciar su indefensión.
Angustiados, viajaron cientos de kilómetros para protestar y pedir protección en Bogotá. Otros, los más intimidados, recurrieron a emisarios.
Entre el 28 de abril y el 2 de mayo unos 1,500 defensores de DDHH acamparon en una plaza de toros, bajo grandes lonas blancas, como si se tratara de un campo de refugiados en la arena.
Pero varios activistas no consiguieron llegar al "refugio humanitario" por "los altos niveles de riesgo que enfrentan si salen de los territorios", dice Eduardo León, portavoz del Congreso de los Pueblos y organizador del campamento.
Los líderes y activistas son blanco de una campaña de terror que deja 462 muertos desde 2016, según la Defensoría del Pueblo. La ONG internacional Front Line Defenders estima que el 39% de los 321 asesinatos que documentó alrededor del mundo, en 2018, ocurrieron en Colombia.
José Murillo se presenta como el símbolo de un estigma. Tiene 42 años y vive en Arauca, en la frontera con Venezuela donde abundan el petróleo, la violencia y el miedo.
El ELN, última guerrilla reconocida en Colombia tras el acuerdo de paz con las FARC, convirtió esta zona en su base de operaciones. Rebeldes de paisano o milicianos se hacen pasar por civiles para hacer labores de inteligencia y cobrar extorsiones, según autoridades.
En 2006 este técnico de computación, esposo y padrastro de tres hijos, fue capturado bajo sospecha de colaborar con la insurgencia. Aunque alegó inocencia, pasó tres años en prisión antes de salir y demandar al Estado por su detención.
Murillo cree que pagó con su libertad las denuncias que hizo sobre la muerte de 17 civiles en un bombardeo de la Fuerza Aérea en 1998. El Estado fue condenado internacionalmente por lo que quiso mostrar como la detonación de un camión repleto de explosivos de las FARC.
Este hombre corpulento también abrazó la causa de los indígenas U'wa que se oponen a la actividad petrolera en sus territorios sagrados, que incluyen a Arauca. Ahora, es asediado por grupos de origen paramilitar.
"Cuando hay una movilización, se dice que es impulsada por la insurgencia; cuando no les funciona eso para amedrentar a la gente, entonces se estigmatiza a los líderes y se trata de meterlos a la cárcel", lamenta.
La organización Somos Defensores señaló que la fuerza pública es sospechosa de haber participado en el asesinato de siete activistas en 2018.
Yasmín Muñoz alzó con más fuerza su voz, en defensa de las comunidades negras, cuando la de Temístocles Machado, el emblemático luchador social del puerto Buenaventura, fue acallada a balazos en enero de 2018, luego de recibir amenazas durante años.
En esta zona del suroeste de Colombia, los afro aseguran ser víctimas de una campaña de terror para apoderarse de sus terrenos o forzarlos a vender a bajo precio, dentro de un plan de ampliación de la terminal.
"Los territorios están siendo privatizados y las comunidades, desplazadas, pero sobre todo los líderes y lideresas que defendemos esos territorios estamos siendo amenazados, algunos asesinados y otros judicializados", señala esta joven de 26 años.
Ella y su tía Leyla son parte del movimiento Proceso de Comunidades Negras. Leyla, custodiada por un aparato de seguridad estatal tras ser amenazada, decidió no viajar a Bogotá, mientras su sobrina emerge como dirigente de la misma causa que costó la vida de Machado.
Con formación en comercio exterior, Yasmín estudia para ser productora de cine y confiesa que llegó al activismo social por "desespero". "Es por la misma impotencia de ver cómo nuestras comunidades están siendo olvidadas, estigmatizadas, golpeadas y azotadas por la violencia, que terminamos involucrados".
Cuando el conflicto arreció y las FARC ejercían un poder de facto en las zonas donde operaban (22% del territorio colombiano), los indígenas wounaan nonam aprendieron a confinarse. El encierro forzoso les salvó la vida.
Pedro Conquista, de 37 años y vocero de una comunidad del Valle del Cauca (suroeste), pensó que esto quedaría atrás con el desarme de la guerrilla comunista. Pero el Estado tardó o nunca llegó a los territorios dejados por los rebeldes.
En cambio, grupos armados financiados por el narcotráfico y la minería ilegal coparon los espacios y, nuevamente, la guerra dejó a los indígenas en el medio. Hoy, al menos tres comunidades de los ríos San Juan y Calima están confinadas.
"No pueden salir de cacería para comer" porque los grupo armados les prohíben el tránsito. Por protección "entonces tienen que ir varios para traer alimentación", señala.
Cuando los líderes denuncian, comienzan a averiguar todo sobre ellos. Pero la amenaza es peor si se oponen a la minería ilegal o a la "invasión" de cultivos ilícitos, base de la cocaína.
Entonces, afirma, los indígenas que abogan por la defensa del territorio quedan "en peligro de extinción".