"Es un gaucho al que le piden 'gauchadas' (favores). Le pedís y te concede", dice Héctor Beltrán, de 50 años, con el Gauchito Gil tatuado en el brazo, mientras camina entre cientos de miles de peregrinos este domingo a la cuna del santo popular en Mercedes, 700 km al noreste de Buenos Aires, Argentina.
En un mar de tintas y pieles, Héctor es apenas uno más entre los que acudieron a esta ciudad de la provincia de Corrientes desde todos los rincones de Argentina y países vecinos para demostrar su devoción al santo.
El Gauchito Gil fue Antonio Mamerto Gil, un hombre nacido en la década de 1830 en Corrientes y que se convirtió en objeto de culto popular luego de ser asesinado el 8 de enero de 1878, acusado de desertar del Ejército.
La leyenda nació durante su propia ejecución, cuando el gauchito vaticinó a su verdugo la enfermedad de uno de los hijos de éste y le avisó que debería invocar su nombre para interceder ante Dios y curarlo.
Así ocurrió y ése fue su primer milagro. En el mismo lugar y en la misma fecha del asesinato de Gil, este domingo de 2017, la fila de devotos se mide en kilómetros y el fenómeno de este santo popular no reconocido por la iglesia católica, pero sí por los corazones de sus peregrinos, se encumbra como el más importante de su tipo en Sudamérica, con fieles que llegan desde toda Argentina y también desde varios países limítrofes.
"VIVAN LOS POBRES"
"Hoy la estrella es él, es el santo de los pobres. íVivan los pobres!", dice Ezequiel, un joven de 27 años, quien después de beber más copas de lo recomendable, abraza una estatua del Gauchito en la fila hacia el altar y brinda con otros tantos como él, porque la figura de rojo a la que todos respaldan es también una identidad popular.
Para ellos, el santo es la esperanza de los que no tienen y por eso prometen devoción eterna a quien les conceda al menos algo: se hacen llamar "promeseros".
Ahí están los trabajadores del campo y sus jefes, los ladrones con tatuajes interminables y las abuelas con sus nietos y los barrabravas de las hinchadas más violentas del fútbol argentino al lado de otros barrabravas de diferente camiseta, algo que en un fin de semana cualquiera ocasionaría una batalla campal.
Aquí no, porque los "promeseros" conviven todos detrás de la bandera roja del gauchito, el color que lo identifica. La fiesta, que empezó a la medianoche con fuegos artificiales y bombazos, empezó a convertirse en una epopeya cuando una tormenta enorme golpeó la zona e hizo temblar las chapas de los improvisados locales comerciales que venden banderas, camisetas, vinchas, pelotas, rosarios, joyas, calcomanías, platos, estatuas y hasta cuchillos con la imagen del gauchito.
La desorganización reina y cuando la fila de peregrinos dobla hacia el santuario, todo es un caos de agua que supera los tobillos y que además despide un olor rancio, producto del vino tinto que los "promeseros" beben y derraman a partes iguales sobre el altar, como ordena la tradición.
Hasta algunos de ellos prenden cigarrillos y los dejan consumirse en el altar para fumar con el santo.En el amanecer vuelve a hacerse carne el mito que dice que en la fiesta del Gauchito Gil siempre hay agua, como descontento del santo por lo comercial que se volvió el cónclave. Lo cierto es que llueve como si no hubiese llovido nunca y como si hoy se hubiera inventado la lluvia.
Pero nadie se mueve. Mientras tanto, se acercan al santuario al galope más de 100 gauchos con sus caballos, que llevan banderas rojas y van liderados por una cruz y una imagen del gauchito.
Cada vez que un trueno rompe el cielo, los "promeseros" emiten un grito agudo, típico del noreste argentino, llamado Sapucay y se regodean de su estoicismo ante el clima impasible. Nada los frena.
Al final, todo se resume en un pequeño momento, en el centro del santuario, mientras la humedad se confunde con las lágrimas de los que llegan y tocan la cruz del gauchito con locura.Cuando un grupo tatuado, sospechado de estar formado por ladrones, ingresa al recinto a agradecer al santo, la luz del lugar se corta de golpe.
"Es malo el gaucho", dice entre risas una señora que pide volver a caminar con normalidad. "Esto es creer o reventar", agrega Héctor. Y aquí nadie revienta