El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva empezó este miércoles 13 de septiembre a prestar declaración en Curitiba (sur) ante el juez Sergio Moro, en una causa de "corrupción pasiva" similar a la que ya le valió una condena a casi 10 años de cárcel.
El exmandatario (2003-2010), que llegó en coche al lugar poco antes de las 14:00 locales (17:00 GMT), se apeó para saludar a unos 300 partidarios y dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT, izquierda) que lo aclamaban, comprobaron reporteros de la AFP.
Tras pasar el cordón policial que protegía el tribunal, Lula, de 71 años, volvió a subirse al automóvil para acercarse al edificio.
Fuentes del juzgado indicaron que el interrogatorio empezó poco después.
El PT y organizaciones sociales convocaron a una concentración a las 18:00 locales en una plaza de la ciudad, en la que debería participar el propio Lula.
La expectativa es de una afluencia menor que la del anterior interrogatorio, el pasado 10 de mayo, cuando unas 7 mil personas se desplazaron hasta el lugar.
"Las circunstancias son muy parecidas. Pero la dimensión es menor, dado que nuestra información es que habrá menos autobuses y menos gente", dijo el secretario de Seguridad Pública del Estado de Paraná (cuya capital es Curitiba), Walter Mesquita.
Así y todo, unos mil 500 policías fueron desplegados para velar por la seguridad en la denominada "capital de la Operación Lava Jato", la investigación que descubrió una tentacular red de corrupción en Petrobras.
Lula, que recurre en libertad la primera sentencia dictada por Moro, llega debilitado a este segundo proceso, después que su exministro de Finanzas Antonio Palocci, que purga una pena de 12 años de reclusión, admitiera la semana pasada que las acusaciones contra el líder histórico de la izquierda tienen fundamento.
En concreto, Moro deberá determinar si la constructora Odebrecht pagó un terreno para el Instituto Lula en Sao Paulo y si puso a disposición de la familia del exmandatario (2003-2010) un apartamento en la vecina Sao Bernardo do Campo.
En julio, el popular juez anticorrupción condenó a Lula a nueve años y medio de cárcel como beneficiario de un tríplex en el balneario de Guarujá (Sao Paulo) ofrecido por la constructora OAS a cambio de su influencia para obtener contratos en la petrolera estatal.
Si esa sentencia fuera confirmada en segunda instancia, a Lula le sería difícil evitar la cárcel. Y si lo lograra, vería seriamente comprometida su posibilidad de presentarse a las elecciones presidenciales de octubre de 2018.
El exmandatario enfrenta hasta el momento cinco causas penales, aparte de aquella por la cual fue condenado, por cargos que van de corrupción pasiva, lavado de dinero y tentativa de obstrucción a la justicia a tráfico de influencias y formación de organización delictiva.
Pero el dirigente se declara inocente en todas y denuncia un acoso que apunta a impedir su retorno al poder.
Entre los posibles candidatos en 2018, Lula es el que mayor intención de voto tiene (cerca de 30%), sobre todo en las regiones más pobres que se beneficiaron de sus programas de distribución de renta. Pero es también uno de los que más rechazo concita.
Su reciente gira de tres semanas por el nordeste, su mayor bastión, movilizó sobre todo al núcleo duro de sus electores.
Entre tantas contrariedades, Lula tuvo recientemente un consuelo, cuando la Fiscalía pidió absolverlo en la causa de obstrucción a la justicia por considerar que el delator que sustentó la denuncia había mentido.
Un reconocimiento que para la defensa del expresidente ilustra lo ocurrido en todos los expedientes abiertos en su contra.
El PT, con muchos de sus líderes históricos acusados o encarcelados, trata de curarse aún las heridas de la destitución en 2016 de la presidenta Dilma Rousseff, la sucesora y heredera de Lula, acusada por el Congreso de manipular las cuentas públicas.
En las municipales de octubre pasado, el que llegó a ser el mayor partido de izquierda de occidente sufrió un revés histórico.
Y la formación no consigue levantar cabeza, pese a sus llamados a la movilización contra los programas de ajustes y de privatizaciones impulsados por el presidente conservador Michel Temer.
Para 2018, apostó todas sus fichas a Lula, pero su debilitamiento le obligaría a elaborar un "Plan B", aunque ninguno de sus dirigentes evoque aún abiertamente ese escenario.