Un fragmento de la costilla de san José de Cupertino (san Giuseppe da Copertino) –el santo italiano que da nombre a la iglesia romana de la que es titular el primer cardenal panameño, José Luis Lacunza Maestrojuán– viajará en los próximos días hasta la iglesia catedral de San José, en la provincia de Chiriquí, donde reposará en un relicario.
La vida de san José de Cupertino fue tormentosa. Cuando era niño, todos en su pueblo del sur de Italia lo consideraban un completo “inútil”: Rompía todo, se quedaba en babia, como atontado y porque no aprendía nada de los libros que estudiaba.
Nació el 17 de junio de 1603, el año en que la Sagrada Congregación del Índice –creada por el papa Pío V en 1571– prohibió los libros de Giordano Bruno sobre la relatividad del movimiento, en los que mostraba que la Tierra no era estática. Bruno fue quemado vivo tres años antes, por hereje, en la céntrica plaza de Roma Campo dei Fiori.
La hagiografía de san José –protector de los estudiantes, los pilotos y paracaidistas– sorprende a históricos, devotos y narradores por su virtud de flotar en el aire desafiando la gravedad.
Para estudiosos, el santo franciscano encarna la imagen de la tierra que quiere tornar al cielo. Su figura rechaza la mundanidad y representa el alma libre de pecados y de pensamientos, que aligera su conciencia y puede volar.
Los expertos lo definen como un hombre pobre y desnudo, que “ayunó de la cultura y del intelecto” y que tenía miedo de ser grande porque quería ser siervo, como Cristo.
José molestaba a sus superiores; tanto que fue excluido de todas las ceremonias públicas durante más de 30 años a causa de su extraña costumbre de levitar. Empezó a volar cuando era joven, antes del sacerdocio, pero su levitación más clamorosa fue durante una misa en la que se elevó en el aire, en medio de los cirios.
Sus compañeros del convento pensaban que estaba poseído por el demonio. Lo examinaron los médicos y los ojos incrédulos de dos cardenales y hasta del papa Urbano VIII fueron testigos de sus continuas ingravideces.
Al pobre José lo sometieron hasta a un rito exorcista, encadenándolo en el subterráneo del convento. De nada sirvió. El santo italiano logró liberarse de las cadenas y volar alto, hasta la estatua de la Virgen. Los expertos en hagiografía destacan que, precisamente, esta es la moraleja de la vida de san José de Cupertino: lo que el mundo descarta, Dios lo elige.
Quizá a algunos les parezca un poco chusco, pero así funcionan las cosas divinas. Durante siglos, la Iglesia católica se enriqueció con el negocio de las reliquias.
El lugar que guardaba los restos de un santo se convertía en un destino de peregrinación, adonde los fieles acudían, dando generosas limosnas y asegurando al templo gran número de visitantes que hoy serían llamados turistas.
Si los restos eran ciertamente del santo o de su vecino de enfrente, poco importa a los fieles, ya que cuando el Vaticano decide que los despojos son de una persona lo son. No hay discusión científica que valga.
Gran parte de los huesos de los apóstoles, santos y mártires más famosos en el ranking de los canonizados fueron milagrosamente encontrados a partir del siglo VIII y IX. La razón fue que los musulmanes comenzaron su particular expansión por Europa y era necesario alentar la devoción cristiana para plantar cara al invasor moro.