Varias semanas atrás, Edilson Barros dormía cuando lo despertó su hijo de 14 años. Había gente viviendo en el patio, le dijo el muchacho. Una familia de una docena de venezolanos había acampado detrás de la casa en Pacaraima, una pequeña localidad brasileña de frontera.
Belquis Torres y su familia disponían de un carpa, una cuerda para tender la ropa, una colección de maletas y unas sillas de plástico. Ella ahora tiene bajo su mando una sala a la intemperie, vestida con una falda y un top de una pulcritud incongruente.
Barros les lleva agua cada tanto. Este técnico en refrigeración de 50 años, que comparte dos habitaciones con su esposa y siete hijos, dice que no les cobra alquiler a los venezolanos porque no tienen adónde ir. Pero teme que se queden mucho tiempo y generen problemas.
En toda Sudamérica, una avalancha de personas desesperadas que llegan de Venezuela está presionando los servicios públicos, la industria hotelera local y la voluntad política de alojarlas.
La coexistencia pacífica de los clanes Barros y Torres ilustra cómo se deteriora la situación en el norte de Brasil, donde los pobres se están viendo inundados por gente aún más pobre. Habiendo dejado atrás el hambre y la hiperinflación, con kilómetros de rutas sin ley por delante y una acogida cada vez más hostil, en Pacaraima ha surgido una comunidad.
En comparación con los venezolanos que huyen a Colombia, Perú o Ecuador, muchos aquí cuentan incluso con menos conexiones y recursos. Provienen, en muchos casos, de comunidades indígenas y rurales pobres, hablan poco el portugués y viven en carpas o en las calles.
Los afortunados alquilan habitaciones exiguas, pero todo refugio resulta frágil. El 18 de agosto, se desataron disturbios a raíz de una paliza y un asalto a un comerciante local de los que se culpó a los venezolanos. Los brasileños persiguieron a los refugiados y quemaron sus escasas pertenencias en las calles, lo que llevó a cientos de ellos a huir, incluida la familia Torres. Muchos regresaron luego de días de protestas.
“Volvimos porque en Venezuela no hay trabajo, no hay comida y el dinero no compra nada”, dijo Torres, de 40 años, que ha trabajado como cocinera, niñera y mucama. “Vine a Brasil con la idea de encontrar trabajo. Y mi plan sigue siendo encontrar trabajo, cualquiera. No vinimos como invasores”.
Frontera sobrecargada
Pacaraima tiene alrededor de 12 mil habitantes brasileños oficiales. Desde 2015 han llegado, no obstante, más de 70 mil refugiados al estado circundante de Roraima, lo que representa casi el 15% de la población.
Hay solamente 10 refugios que alojan a unas 4 mil 800 personas, según Ana Seabra, portavoz de la Operación Bienvenida, iniciativa que el gobierno federal brasileño creó en marzo para responder a la afluencia.
La presión crece en todas partes. El número de niños venezolanos en las escuelas públicas de Roraima creció 400% entre 2015 y 2017, según la oficina de prensa de la gobernación, y la cantidad de venezolanos que recibieron tratamiento en hospitales públicos pasó de 766 en 2014 a 50 mil 286 en 2017.
En Pacaraima existe un punto de cruce oficial por el que pasa cada día un promedio de 700 venezolanos, pero la frontera es una simple hilera de piedras sobre campo abierto. Los refugiados antes se dirigían hacia el sur por Boa Vista, la capital de Roraima, o a ciudades más grandes. Ahora, muchos se quedan.
“Si vuelve a estallar la violencia contra nosotros, puedo correr unos cientos de metros y cruzar nuevamente la frontera a Venezuela. Pero ahora me sentiría demasiado vulnerable en Boa Vista o en alguna otra parte”, dijo Alfredo Rodríguez, un excustodio de seguridad de 59 años.