En Venezuela no se consigue ni siquiera pan

En Venezuela no se consigue ni siquiera pan


“Salí a las 6:00 de la mañana y he recorrido ya cuatro establecimientos; aún no consigo nada. La cola era muy larga en los otros tres y cuando llegara mi turno de entrar ya no iba a encontrar nada”.

+info

Maduro aprueba nuevo decreto de emergencia económica

Eran las 8:00 a.m. y Mabel Suárez hacía fila para ingresar al abasto Bicentenario, ubicado en Plaza Venezuela, el más grande de los 40 que existen y que forman parte de la Red de Abastos Bicentenario, S.A., creada a partir de la expropiación de la cadena de automercados Cada y Éxito por el presidente Hugo Chávez en 2010.

Suárez es una de tres mujeres que accedieron a hablar mientras hacían fila para ingresar por una puerta de tubos y alambre que lleva hasta la entrada del mercado. Dos guardias bolivarianos dejaban ingresar por grupos cada cierto tiempo.

La línea daba la vuelta a la manzana pero se movía rápido. Había mujeres y hombres en edad productiva, algunos con bebés en brazos, jóvenes y ancianos.

Es sábado, así que las colas no son tan grandes como las de la semana, porque lo más probable es que ya no haya productos de primera necesidad. Esos se reparten, por turnos, entre lunes y viernes.

De acuerdo con el número de cédula, aquellas que terminan en 1 y 2 deben hacer su fila los lunes y así, sucesivamente hasta el viernes, cuando deben acudir las personas cuyo ID termina en 9 y 0.

Los sábados pueden acudir los que tienen entre 1 y 5 y los domingos los que van del 6 al 0, aunque para la fecha en que estuve en Caracas los domingos prácticamente no queda nada, informó un consumidor.

En el abasto Bicentenario había personas que venían de muy lejos porque a pocos metros queda una estación del metro (Zona Rental).

Una de las tres mujeres que aceptó responder mis preguntas dijo proceder de Colonia Tovar, estado Aragua, y prefirió no dar su nombre. Al preguntarle cómo hace su familia si no hay los alimentos básicos respondió: “Pasamos hambre”.

Al saber que era yo periodista de un impreso, la tercera mujer, Mabel, dijo que le hubiera gustado tener una cámara de televisión al frente para decirle al presidente de la República, Nicolás Maduro: “Salte de ahí, mijito, que nos estás matando de hambre”. “Mi nieto me dice: ‘mamá, comida; mamá, hambre...”, indicó.

Estas amas de casa precisaron que al Bicentenario de Plaza Venezuela van a buscar jabón, pañales y desodorante, aunque a veces no hallan nada.

¿Y los alimentos?, les pregunto, y todas responden: con los bachaqueros, que son grupos de personas que llegan de madrugada y acaparan la mercadería para revenderla. Lo malo, añaden ellas, es que lo que compran a 400 bolívares lo revenden a mil 500 media hora después.

“Ser bachaquero se volvió una profesión”, afirma una mujer que esperaba su turno en la fila de una de las sucursales de la cadena de farmacias Locatel, la segunda más grande del país. “Los bachaqueros siempre tienen de todo porque eso es una mafia”, señaló y puso de ejemplo que un paquete con 48 rollos de papel higiénico lo revenden a 16 mil bolívares y más.

Y si serán una mafia que una ciudadana narró cómo le tocó ver cuando un hombre armado llegó a un abasto y le dijo a la primera que estaba en fila: “¿Usted sabe que no es la primera verdad? Hay 50 delante de usted”. “Con esa gente uno no puede ponerse a pelear”, agregó.

Los precios de los bachaqueros son cuando menos increíbles si se comparan con el salario mínimo, que es de 15 mil bolívares más unos 18 mil de cestatickets, que es un beneficio de alimentación establecido por ley en octubre de 2015, para el sector público y privado, y que se entrega una vez al mes por medio de recargas electrónicas o a través de cupones.

Pero de poco sirve ese bono si, sumado a la especulación de los bachaqueros, la inflación está al tope y cada vez que los supermercados se surten los precios suben un poco más: “Un kilo de leche en polvo cuesta 3 mil bolívares, cuando su costo real actual va de 80 a 100 y hace 2 años costaba 15”, asegura una señora que está en la cola.

La línea empieza a moverse y debo quedarme atrás, porque si los policías me ven tendré problemas. Tampoco puedo tomar fotografías, está prohibido, me advirtió el taxista, que hace varios meses llevó a un colega europeo que logró colarse y fue confrontado por la autoridad. Confieso que no tenté mi suerte.

Entonces me acerco a otra mujer. Me identifico y le pregunto si puede decirme cómo está el acceso a los alimentos. “Mal, a veces llego y no hay nada”. Tampoco quiso identificarse y me contestó mirando hacia el frente.

Busca comida todos los fines de semana para una familia de cuatro en la que no hay niños y hoy aspira a llevar jabón. Se lamentó por el precio de la carne, que la semana pasada vendían a 2 mil 500 bolívares el kilo y ahora, dijo, está a 3 mil 900.

Otra persona expresó que no consigue leche y que en casa tiene a un bebé de siete meses, a un niño de ocho y a otro de 13.

“Salen corriendo cuando llega el camión, para hacer la cola”, indicó. Y es que en su comunidad no hay abastos sino que llegan camiones con revendedores. No pudimos seguir conversando porque otra mujer que estaba detrás intervino: ¿Por qué pregunta tanto? ¡Me desagrada!, me espetó.

En eso la fila se movió nuevamente. Intenté acercarme a un señor. Me miró y esbozó una media sonrisa. “Todos le van a dar la misma respuesta”, zanjó la conversación.

Ese día en el abasto Bicentenario de Plaza Venezuela solo vendieron jabón.

NADIE SE SALVA

Las cadenas de supermercados privados no afrontan una situación diferente. Un recorrido por las cadenas Excelsior Gama (que opera 24 en total) y Luvebras (7 tiendas) permite ver personas que dan vuelta buscando artículos de primera necesidad que no encuentran.

Confieso que cuando ingresé a su tienda en San Bernardino pensé que ese día estaban surtidas, porque había abundante cantidad de frutas, legumbres y verduras, y en una nevera muchos envases con cortes de mortadela y jamón, y quesos. La mayoría de los estantes tenía mercancía. Sin embargo, cuando comienzo a recorrer la tienda veo muebles que fueron rellenados con un mismo producto.

Varias puntas de góndola están colmadas de botellas de soda y en otras, hay bolsas de bebidas de sabores en polvo; aunque aparentan tener leche, contienen más azúcar y grasa que otra cosa.

No hay ni una bolsa de arroz, azúcar, harina pan (para arepas), café. Tampoco vi toallas sanitarias, desodorantes o pañales. Ese día había varias filas de papel toalla, que la gente usa en reemplazo del papel higiénico, del que tampoco hallé un solo rollo en las tiendas.

Una señora que compraba “artículos de emergencia” porque estaba enferma dijo que se gastó 5 mil bolívares (un tercio del salario mínimo) en tres cositas. “Todo está muy caro”, agregó caminando con prisa para no perder el autobús que llegaba a la parada. Lo que compró cabía en una bolsa pequeña.

Una señora que escuchó lo que conversábamos se me acercó, y empezó a hablar de cómo un “oligarca” le había dicho una vez que el presidente no los podía comparar con la clase media. “Los oligarcas nos enseñaron que somos esclavos... Antes no tenía un real, ahora tengo plata en el bolsillo... Cuando llegó Chávez mis hijos fueron a estudiar, antes no podían ir a la universidad...”.

Cuando hace una pausa le pregunto por el problema alimentario: “Antes no podía comprar aunque todo estaba más barato; por eso no me importa hacer cola. Por eso soy chavista”.

Pasa entonces alguien que reniega de que no hay nada. “Buscaba arroz”, comentó.

Una pareja sale con varias bolsas. Me miran con recelo pero acceden a conversar. “No hay detergente, harina, aceite, azúcar ni pollo. Hay verduras y legumbres pero a costo muy elevado. Los pimentones están a 900 bolívares y antes se encontraban en 100”, apuntaron.

En el supermercado El Patio, de Los Palos Grandes –que según su sitio web operaba seis y que según el encargado solo tiene dos–, la fila para comprar productos de primera necesidad tenía al menos 50 personas y el estacionamiento estaba a capacidad (unos 40 autos).

En el lugar había unas seis religiosas de un colegio. Una de ellas reconoce que no hay lo que la gente busca.

El gerente, que no accede a dar su nombre y camina de un lado al otro, como nervioso, asegura que allí no tienen problemas, que a su tienda llega harina y arroz. “Es un asunto de coordinación. Si los otros supermercados hacen mesas de trabajo pueden. Siempre hay alguno que se queja pero es por la situación del país”, alegó.

Le pregunto entonces por qué hay cola y responde que por control de los productos de primera necesidad.

El hombre me deja hacer un recorrido por su local pero en un momento siento que me observa. Apresuro el paso. No hay arroz, harina, pan ni leche. Veo mucho yogurt y pasta. Mientras camino me topo con una señora que devuelve un paquete al anaquel. “Todos están quebrados”, se queja.

Cuando me retiro vuelvo a encontrar a la monjita, que me pregunta cómo me fue y lamenta que los macarrones, que es lo que utilizan para reemplazar el arroz, los vendan a 2 mil 600 y 3 mil bolívares el paquete, y que el maíz, que es otro sustituto, no se consiga siempre. Tenga cuidado, me dice en voz baja.

En el automercado San Lorenzo una señora me pide que le diga cuánto cuesta una caja que contiene un kilo de pasta. Mil 849 bolívares, le informo. “Está caro, pero no consigues otra cosa. ¿Qué vas a hacer?”, expresa con un dejo de resignación.

“No hay nada [en el supermercado] y los bachaqueros se fueron”, decía otra señora que buscaba entre los pasillos. Cuando terminó su mercado la máquina registradora sumó 43 mil 300 bolívares, a pesar de que no llevaba huevos, arroz, azúcar, leche, café, pan, mantequilla, etc. “Es mucho”, le dijo a la joven antes de que pasara su tarjeta, y empezó a sacar productos de la carretilla.

A medida que pasan los minutos la gente sigue llegando. Algunos entran y salen sin llevar nada, inconformes con el precio versus cantidad, otros compran lo que encuentran. No hay pan, así que llevan panecillos de uva; otro toma paquetes de sopa y frutas.

Un señor que ingresó con dos amigos lleva aceite de oliva. “¡Siete mil bolívares! Pero el aceite vegetal ni siquiera se consigue y cuando hay, de 40 bolívares que costaba tienes que pagar 420”, señaló. Él es afortunado, en febrero fue a visitar a su hija al extranjero y trajo alimentos. Aún tiene para comer.

El pan, un producto imprescindible en la mayoría de los hogares, no se consigue. Incluso, la gente hace broma del tema. Dicen que Venezuela es el único país del mundo en el que una persona entra a una panadería y pregunta si hay pan.

Lo peor es que cuando la harina llega los panaderos prefieren hacer cosas que pueden vender más caras, como cachitos (pan de jamón) y dulces, relata un taxista que asegura que tiene mucho tiempo que no puede pagar uno de estos. Los cachitos los venden a 600 bolívares y de una barra de pan –que se vende a 480 bolívares– sacan varios.

Cuando ingreso a un automercado de la cadena Luvebras encuentro pollo: 1.2 kilo por 4 mil 395 bolívares. Pocos lo llevan. En otro pasillo veo una carretilla de supermercado llena de paquetes de 400 gramos de avena. Me dicen que acaba de llegar pero luego de mirar el precio vuelven a poner la bolsa en su lugar: cuesta 352 bolívares.

Un señor que es francés pero dice tener muchos años viviendo en Venezuela recorre con su esposa el supermercado. Me dice que hacía un par de días que había hecho una fila de 40 minutos para comprar pan –del tipo flauta, ellos le dicen canilla– y solo pudo llevar dos.

Una mujer que vive sola en la parroquia Caricuao, del municipio Libertador, en la capital, siente que hasta los aspectos más íntimos de su vida están afectados. “No hay modes [toalla sanitaria], a mí el de malla me hace daño y cuando se consigue es ese; y no hay ni vaselina para ponerse”, me confía. “No sé qué vamos a hacer y el sueldo no alcanza”. Dice no entender por qué las cosas no pueden volver a ser como antes, la Venezuela en la que todos podían comer y vivir en paz.

LAS MÁS LEÍDAS