Isabel II y el sistema monárquico

Isabel II y el sistema monárquico


Coronada con gran pompa en la abadía de Westminster, el 2 de junio de 1953, Isabel II es un personaje de leyenda, una de las figuras públicas más conocidas, apreciadas, fotografiadas y reverenciadas de la actualidad. Su fama se acredita al prestigio asociado a su cargo, a su correcto y esmerado desempeño—siempre ajustado a la Constitución y atenido a la tradición—así como a la larga duración de su reinado.

La reina Isabel nació en 1926, el mismo año que Fidel Castro, Marilyn Monroe, Cayetana Fitz-James Stuart—decimoctava duquesa de Alba— y el torero Dominguín. En Panamá, su contemporáneo más conocido fue el Dr. Carlos Iván Zúñiga (1926-2008), estadista y jurisconsulto de grandes aportes al afianzamiento nacional y a la democracia.

Todos los años, se conmemora en junio el cumpleaños de la reina, con un desfile militar (“Trooping of the Colour”), una de las ceremonias más impresionantes que tienen lugar en la capital del Reino Unido. En 2020, sin embargo, se tomó la decisión de suspender el desfile conmemorativo del 94° aniversario de su natalicio, mientras la reina y su consorte, el príncipe Felipe, siguen recluidos en el castillo de Windsor, por causa de la pandemia.

Isabel II accedió al trono 16 meses antes de su coronación, el 6 de febrero de 1952, cuando tenía tan solo 25 años. Ese día fue triste para ella, pues se enteró en Kenia—entonces una posesión británica, donde se encontraba en visita oficial—del fallecimiento de su padre, el rey Jorge VI, a quien estaba muy apegada.

Desde entonces, han transcurrido 68 años, lo que la convierte en la monarca que más tiempo ha permanecido en el trono de Inglaterra. Ha superado en longevidad a la reina Victoria, su tatarabuela, quien reinó 63 años. Es, además, la cuarta monarca más duradera de que se tenga registro, después de Luis XIV de Francia (quien reinó 72 años), Bhumibol Adulyadej de Tailandia y Johann II de Liechtenstein (cada uno de los cuales reinó 70 años).

Desde su accesión, Isabel II se ha desempeñado con legendaria distinción, indiscutible decoro y mucha discreción. Además de jefa de Estado del Reino Unido, lo es de quince otros países: Antigua y Barbuda, Australia, Bahamas, Barbados, Belice, Canadá, Grenada, Islas Salomón, Jamaica, Nueva Zelanda, Papua Nueva Guinea, San Kitts y Nevis, San Vicente y Granadinas, Santa Lucía y Tuvalu. Junto con el Reino Unido, estos y otros Estados—la mayoría de ellos, excolonias británicas—forman la Mancomunidad de Naciones (“The Commonwealth”), un organismo internacional de 54 países, encabezado por la reina Isabel.

Entre los actuales jefes de Estado en el mundo, Isabel II es quien más tiempo lleva en el cargo. Para contextualizar la extensión de su reinado, suele recordarse que cuando ascendió al trono, Winston Churchill era primer ministro del Reino Unido. Desde la renuncia de este, en 1955, conforme al voto popular Isabel II ha nombrado a 13 primeros ministros. Con cuál se ha llevado mejor, no se sabe, pues con todos se ha reunido semanalmente, con la mayor reserva, como lo dictamina la costumbre constitucional y, públicamente, a todos los ha tratado con el mismo respeto, compostura y circunspección.

Es muy larga la lista de gobernantes extranjeros con quienes se ha reunido, entre ellos, el poco garboso José Antonio Remón, presidente de la República cuando Isabel II vino al istmo, el 29 y 30 de noviembre de 1953. Panamá fue el primer país que recibió una visita de Estado de la reina Isabel.

Muchas personas, especialmente de ascendencia afroantillana, se aglomeraron a lo largo de su recorrido para ver a la joven monarca. El Gobierno Nacional la condecoró en la casa presidencial con la orden “Manuel Amador Guerrero” y en su honor ofreció una recepción en el Club Unión, entonces situado en la calle primera, San Felipe (La Prensa, 29 de noviembre de 2018).

Isabel II se ha entrevistado con trece presidentes de Estados Unidos y viajado a unos 120 países. Canadá es el que más ha visitado: ha estado allí en 27 ocasiones, aunque por ser ella la jefa de Estado canadiense, su traslado a ese país tiene otro carácter (no el de visita de Estado).

Los viajes de la reina y su recibimiento de dignatarios extranjeros no son actividades de ocio, sino eventos oficiales, vinculados a una de sus principales funciones como jefa de Estado: representar al Reino Unido ante otros países, a fin de afianzar y estrechar las conexiones exteriores con fines políticos, económicos y culturales. En este sentido, la monarquía es el principal instrumento de “poder blando” del Reino Unido: el poder de la atracción, la capacidad de generar buena voluntad y disposición, un recurso invaluable en la conducción de las relaciones internacionales.

En los 68 años de su reinado, los sucesivos gobiernos británicos, quienes definen la agenda internacional del Reino Unido, han desplegado el “poder blando” con gran efectividad para lograr sus fines de política exterior. En ese sentido, Isabel II es la primera diplomática del país; sus giras internacionales y las atenciones que da a dignatarios extranjeros contribuyen al logro de objetivos de política exterior con la mayor efectividad, gracias al prestigio de la monarca y a su trato, en todo momento atento, táctico y cordial. En el desempeño de esta y otras tareas propias de la jefatura de Estado, Isabel II ha contado, a lo largo de su reinado, con el apoyo del príncipe Felipe, duque de Edimburgo, nacido en Grecia cinco años antes que ella, en 1921.

Jubileo de plata

Cuatro décadas atrás, un jurista panameño, republicano de tuerca y tornillo, estudiaba en Londres cuando se conmemoró en esa ciudad el jubileo de plata del reinado de Isabel II (1977). Por curiosidad, se acercó al palacio de Buckingham en la fecha del acontecimiento. Una enorme multitud se había aglomerado frente a la reja, al final del famoso Mall, donde está la rotonda con su imponente monumento a la reina Victoria.

Cuando la reina salió al balcón, un sentimiento de emoción—“un delirio”, dijo el jurista—se apoderó del público. “De miles de gargantas emanó el grito ¡God save the Queen!, incesantemente repetido.” El entusiasmo era especialmente vibrante entre las personas de mayor edad. “Me sorprendió”, agrega el compatriota, “la veneración que le tiene el pueblo a la reina. Hasta ese momento había pensado en la monarquía como un símbolo obsoleto que nadie tomaba en serio. Ese día, sin embargo, le di valor a la monarquía británica.”

Los hispanoamericanos rompimos con el sistema monárquico hace dos siglos, y la ruptura fue sangrienta y traumática. Doscientos años atrás, abrazamos el sistema republicano—opuesto a la monarquía—por lo que, así como al jurista panameño, antes de su llegada a Londres, ese sistema nos resulta extraño. Algunos lo ven como una curiosidad farandulera; otros, como un sistema insensato y reprobable.

Sin embargo, en los lugares donde la monarquía tiene hondas raíces históricas, culturales y sociales—y donde la familia real ha sabido conducirse con comedimiento y honorabilidad—el apoyo al sistema monárquico ha perdurado. Es el caso del Reino Unido, donde la más reciente encuesta de YouGov sobre este tema (febrero de 2020) reveló que el 62% de los encuestados se mostraban a favor de la continuidad de la monarquía, frente a un 22% que favorecía el sistema republicano y un 16% que se mostró incierto (https://yougov.co.uk/topics/travel/survey-results/daily/2020/02/18/8b405/1).

En gran medida, este apoyo tiene que ver con la conducta de la reina Isabel, su apropiado desempeño y su capacidad para representar al país mejor que cualquier político o funcionario, pues para eso fue educada desde su niñez y a esa función se ha abocado con abnegación. Ciertamente, en ese desempeño tiene la mayor experiencia. Después de su reinado, la subsistencia de la monarquía dependerá, en gran medida, del correcto desenvolvimiento de sus herederos y de la capacidad que tengan para ajustarse a los tiempos que les toquen vivir, como lo hicieron sus antepasados, algunos, a regañadientes y otros, con mejor disposición.

Sistema monárquico

A pesar de lo raro que nos parece en los países republicanos el sistema monárquico, entre los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas, 43—poco más de una quinta parte (22%)—son monarquías. Cuarenta de ellas son hereditarias y de estas, la ONG internacional Freedom House califica a 26 como Estados “libres”, o sea, democracias liberales. De estas 26 democracias liberales, quince tienen como jefa de Estado a Isabel II.

Más aún: entre los 25 Estados más libres del mundo, según el más reciente informe de Freedom House, 13 son monarquías, 5 de ellas encabezadas por la reina Isabel (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Barbados y el Reino Unido). Y entre las 5 posiciones superiores de la lista—los 5 países más democráticos del mundo—4 son monarquías (Noruega, Suecia, Holanda y Luxemburgo).

Quienes hemos sido socializados a las virtudes republicanas, percibimos una tensión entre el sistema democrático y la tradición monárquica. Nos parece que una cosa no va con la otra. Después de todo, desde la antigüedad se sabe que la monarquía es el gobierno de una persona; la democracia, el de muchas. Tanto así lo explicó Aristóteles en su famosa Política.

La evolución histórica del Reino Unido, sin embargo, muestra cómo ha sido posible conciliar lo inconciliable. Para apreciarlo, es necesario remontarnos a los inicios de la edad moderna, cuando tanto Inglaterra como los países de Europa continental experimentaron una concentración del poder monárquico en detrimento de las autonomías sectoriales y regionales. A partir de este proceso, en algunas partes, como España o Francia, la monarquía logró neutralizar las asambleas representativas (como las Cortes castellanas o los Estados Generales franceses).

En Inglaterra, sin embargo, a pesar de la tendencia absolutista, el rey no pudo inutilizar al Parlamento. Esta corporación—en particular, su Cámara de los Comunes—se mantuvo activa y beligerante a tal punto que, en la primera mitad del siglo XVII, entró en directa confrontación con el rey Carlos I. Una guerra civil entre ambas partes culminó con la derrota del monarca y su ejecución en 1649.

La “dictadura parlamentaria”, dirigida por Oliverio Cromwell, gobernó a Inglaterra hasta la restauración monárquica, en 1660. Ya para entonces era evidente que el rey no podía operar sin la concurrencia y aprobación del Parlamento. En 1689, se adoptó la Carta de Derechos, que instituyó en Inglaterra una monarquía limitada, constitucional y parlamentaria, en que el monarca reina, pero no gobierna. Este sistema se amplió a Gran Bretaña, a partir de la unión de Inglaterra y Escocia, en 1707; un siglo más tarde (1801), se consolidó en el Reino Unido, con la unión entre Gran Bretaña e Irlanda.

En el siglo XVIII comenzó a configurarse el gabinete ministerial, constituido por el partido mayoritario en la Cámara de los Comunes. Dicho gabinete fue afirmándose a partir de esa centuria como la rama ejecutiva de la Constitución británica, una Constitución no escrita, pero, no por ello, menos real, que consiste de instrumentos contractuales como la Carta Magna (1215); memoriales públicos como la Petición de Derecho (1628); actos del parlamento, como la Carta de Derechos (1689), la Ley de sucesión al trono (“Act of Settlement”, 1701, reformada en 2013) y las leyes de unión (1707 y 1801); y costumbres que han adquirido rango constitucional, como la de nombrar de primer ministro al líder del partido mayoritario en la Cámara de los Comunes, una práctica no estatuida, pero seguida desde el siglo XIX, que se ha convertido en un principio del constitucionalismo británico.

Al ingrediente constitucional y parlamentario se agregó, a principios del siglo XX, el elemento democrático. En 1918 se concedió el voto a las mujeres y en 1928 se reconoció el derecho al sufragio de todos los británicos mayores de 21 años, sin distinción de sexo. En 1969, la mayoría de edad se redujo a 18 años.

De tal suerte, la Cámara de los Comunes se elige bajo el principio del sufragio universal: todos los mayores de edad tienen derecho a votar libremente en elecciones competitivas. Ese es el criterio fundamental de la democracia moderna, que en el Reino Unido se cumple a cabalidad, con mayor pulcritud que en muchas repúblicas presidencialistas, donde persisten el fraude electoral y la compra de votos.

En el Reino Unido, el partido más votado en los comicios determina la composición del gabinete ministerial, encabezado por un primer ministro, quien ejerce la función ejecutiva en nombre del monarca. El sistema parlamentario no está exento de errores, pero provee eficiencia ejecutora y valiosas oportunidades de rendición de cuentas—como el interrogatorio semanal al primer ministro, mientras la Cámara está en sesiones (Prime Minister’s Question Time)—inéditas en nuestros degradados presidencialismos, en los que el jefe de Estado y de gobierno muchas veces se comporta como un monarca absoluto.

A lo largo de su extenso reinado, Isabel II ha sido cuidadosamente respetuosa de la Constitución británica, un rasgo que sirve de lección a más de un presidente elegido mediante el voto popular. En todo momento ha evitado actuaciones o pronunciamientos que pudiesen contravenir la voluntad popular o la soberanía parlamentaria.

Además, ella misma ha ejercido sus facultades constitucionales con admirable tino y prudencia. Según el famoso redactor de The Economist y gran constitucionalista inglés Walter Bagehot (1826-1877), estas facultades son tres: 1) la de ser consultada por el gobierno; 2) la de alentar al gobierno a cumplir sus metas; y 3) la de advertir al gobierno acerca de posibles problemas. Estas funciones las ejerce la reina en la entrevista que todas las semanas sostiene con el primer ministro, desde su ascenso al trono en 1952.

Por lo demás, Isabel II ha tenido el buen criterio de enfocarse en el desempeño de las actividades que corresponden al jefe de Estado, principalmente, la de representar a la Nación con dignidad, cortesía y solemnidad, tanto en el Reino Unido como en el exterior. La reina, sin duda, ha sido fiel a la promesa que hizo, a los 21 años (1947), de dedicar su vida entera, “así fuese larga o corta”, al servicio de su pueblo.

(El autor es politólogo e historiador y dirige de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá)

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