Para Suleman Muhamad el tiempo parece haberse paralizado. Un año después de ser rescatado en el Mediterráneo con un grupo de migrantes todavía calza los zuecos “crocs” blancos que le entregaron en ese momento, grabado de por vida en su mente. Eran las 17H21.
El paquistaní de 39 años es muy preciso porque desde ese 30 de junio de 2020 y su desembarco en Italia el 7 de julio no ha pasado nada. O casi nada.
En la casa del bosque italiano donde se ha instalado, a una hora de caminata de la parada de autobús más cercana, da vueltas de un lado para otro. “Me siento allí. Después me levanto y me siento allí. Y después me voy a la cama”, describe. “Llevo así un año”.
La culpa la tiene un enredo diplomático europeo que bloqueó el reparto de los 180 migrantes rescatados con él por el barco humanitario de SOS Méditerranée. Y congeló los sueños de paz y prosperidad que le empujaron a desafiar la muerte.
Ahora se enfrenta a un dilema: quedarse estancado en Italia con la esperanza de una regularización o huir ilegalmente a otras zonas de Europa.
Suleman opta por lo primero. “No podemos aprender italiano, estamos encerrados aquí en un bosque”, explica a la AFP, que lo conoció a bordo del “Ocean Viking” en 2020.
Lía un cigarrillo. “De hecho, todavía no he visto Europa. Pero bueno, espero...”
En este lunes lluvioso de mediados de junio, diecisiete migrantes rescatados en el Mediterráneo por este barco, sobre todo paquistaníes, esperan en este centro de acogida improvisado.
Desde una entrevista en febrero, Suleman espera una respuesta a su solicitud de asilo.
La situación pudo haber sido muy distinta.
Cuando una oenegé desembarcó en Italia a inmigrantes náufragos se abrieron negociaciones bajo los auspicios de la Comisión Europea para realojarlos: Francia y Alemania acogieron a la mitad.
Las personas seleccionadas por Francia llegaron al territorio en tres semanas, se beneficiaron de un procedimiento de asilo acelerado y fueron albergadas rápidamente.
Pero “no hubo acuerdo de distribución para este barco, por lo que la gente sigue en Italia”, confirma Didier Leschi, jefe de la Oficina Francesa de Inmigración e Integración (Ofii).
Según los datos recopilados por la AFP, los migrantes del “Ocean Viking” son los únicos que no han sido reubicados en 2020.
¿Por qué? Algunos sugieren que son víctimas de las arduas negociaciones que se llevaban a cabo al mismo tiempo entre Francia, Alemania e Italia sobre el reparto de los migrantes en el continente.
Europa, a través de la Comisión, considera que se han ocupado de ellos “puesto que es el país de llegada el que (...) se encarga de ellos y de estudiar su solicitud de asilo”.
El problema es que, cansados de su situación, las tres cuartas partes de ellos ya habían ido de territorio italiano a Francia, Alemania o Inglaterra al cabo de seis meses, cuando Italia, por falta de acuerdo europeo, comenzó a registrar sus solicitudes.
“Todos los días nos decían ‘respuesta hoy, respuesta mañana’, y nosotros estábamos allí sin hacer nada, mientras los demás se iban”, recuerda Arslan, un paquistaní de 25 años que ahora vive clandestinamente en la ciudad española de Valencia.
Después de tres meses en el bosque de Proceno, junto a Suleman, en octubre tomó un tren para Milán, desde donde un tío le ayudó a cruzar la frontera francesa y luego la española en coche.
Desde entonces este joven, quien de los que iban a bordo del “Ocean Viking” era el más afectado por las torturas y abusos sufridos en Libia, trabaja de forma clandestina para su tío.
Su jornada comienza a las 3 de la madrugada para “recoger frutas y verduras en el campo” y termina por la noche como cajero de la tienda local, donde chapurrea el español.
“No tengo tiempo para salir. Pero doy gracias a Dios, estoy vivo y trabajo”, afirma el joven, que espera conseguir documentación en España.
Muchos de los que han decidido seguir el viaje en Europa saben que muchas veces desemboca en la clandestinidad. Como Nabil, un eritreo que decidió volver a jugarse la vida en el agua, en el Canal de la Mancha, para ir a Inglaterra a bordo de una lancha.
Otros solicitan asilo a pesar de que, tras haberse registrado en Italia, saben que su iniciativa está condenada al fracaso.
Es el caso de Emmanuel, un ghanés de 33 años que partió a Alemania en septiembre. Primero vivió en campamentos callejeros y después compartió apartamento en Friburgo, en la frontera francesa.
“Me fui porque vivíamos como en la cárcel. No nos daban nada, ni siquiera ropa interior para cambiarnos. Y ninguna información. Así que después de tres meses, comencé a informarme, y pensé que tenía una oportunidad, aunque ínfima, de salir adelante en Alemania”, explica
También están los que han decidido quedarse en Italia. Unos 30. Para ellos, la vida se parece a la película “Un día sin fin”, en la que las jornadas del protagonista se repiten indefinidamente.
En la casa rosa del bosque de Proceno, “esperamos, esperamos, esperamos”, resume con las manos juntas detrás de la espalda Irshad Muhamad, de 21 años, vestido con el atuendo tradicional de Pakistán.
En el interior, las camas vacías dan fe de las huidas. Los días van pasando al ritmo de siestas y comidas que se preparan en hornillos en el suelo, porque el organismo que administra el centro se niega a que los migrantes usen la cocina.
La zona carece de red telefónica, pero la casa dispone de una conexión wifi.
Así que todos consultan Facebook, YouTube y TikTok y comentan las publicaciones de aquellos que lo han “conseguido” y los selfis de algunos frente a un monumento en Europa. También siguen las operaciones de rescate en el Mediterráneo.
En sus teléfonos móviles escuchan canciones de amor en árabe.
El bosque que rodea el centro está infestado de animales, que a veces entran por la noche. Como este lunes, cuando dos jabalíes, atraídos por los restos de la cena, montaron un jaleo en una habitación cuyos ocupantes acabaron subidos a las camas, aterrorizados.
“Todos vinieron en busca de una vida mejor, pero aquí nos tienes. Aquí, somos libres, pero estamos como en la cárcel”, afirma Irshad Muhammad. “Desde el año pasado, nuestra vida se detuvo de la noche a la mañana”.
“Estábamos felices, pensábamos que después de todo lo que habíamos vivido la pesadilla había terminado. Pero empezó otra pesadilla”, protesta Irshad Ullah, de 24 años, quien sigue sin cita para presentar su solicitud de asilo.
Todos perciben una ayuda de 75 euros (89 dólares) mensuales pagada por el gobierno italiano para comida, ropa, trámites administrativos, medicamentos...
“Si nos enfermamos, tengamos lo que tengamos, aunque nos rompamos una pierna, solo nos dan paracetamol”, afirma con una risa nerviosa Irshad Muhamad, originario de la zona tribal en la frontera afgana.
Antes de acostarse y al despertar verifican si han recibido un mensaje del jefe. Casi todos trabajan por el día en las ciudades de los alrededores.
Cuando hace buen tiempo, Suhail Muhamad Amish, un paquistaní de 26 años, con una espesa barba negra y una pierna llena de heridas, trabaja en el campo de Montalto di Castro: sale antes del amanecer, camina dos horas, recoge tomates o ensaladas y vuelve hacia las 22H00. Por 30 euros (35 dólares) diarios.
Su compatriota Naeem, de 35 años cuya solicitud de asilo acaba de ser rechazada, lava coches en una gasolinera de Acquapendente, a 8 km a pie: doce horas al día, por 10 euros (11 dólares), o sea unos 80 céntimos la hora.
“Se aprovechan de nosotros, porque no tenemos nada y tenemos que trabajar”, afirma Irshad Muhamad.
Naeem, en camisa larga y chanclas, no se queja. “Han rechazado mi dosier porque piensan que el Punyab paquistaní es una zona segura. Pero si todo estuviera bien, ¿por qué estaríamos todos aquí? Me quedaré en Italia, de todos modos nos rechazarán en cualquier otro lugar. Y poco a poco ganaré 15, 20 euros (17, 23 dólares)”.
Desesperados, unos 15 quisieron manifestarse frente a la prefectura de Viterbo hace unos meses. Pero el autobús nunca vino y la lluvia les hizo cambiar de parecer.
En esta vida hay pocos entretenimientos, momentos felices. Hubo dos viajes en autobús al lago de Bolsena, a 30 minutos por carretera. Y tres veces algunos se han aventurado por el tranquilo pueblo de Proceno, con su cafetería y sus cinco iglesias. La policía vino tres veces al centro. Nunca volvieron.
Este contexto hace que la gente se vaya.
El nigeriano Peter Enyinnaya es uno de los pocos de los que iban a bordo del “Ocean Viking” que quería quedarse en Italia. Cruzaba la ruta migratoria marítima más mortífera del mundo para reunirse con su esposa y su hija de 3 años, Miracle, de la que no sabía nada tras ser detenido en Libia por milicianos.
Desde que llegó solo le dejaron verlas una vez, en agosto, en su centro de Pontecorvo, al sur de Roma, del que no puede salir para no poner en peligro la solicitud de asilo.
“Me dicen que es un centro para hombres. Pero en realidad, es una cárcel. Vivir aquí sin mi familia, por lo que me he arriesgado tanto, es terrible”, dice llorando.
De todos estos migrantes que llegaron del infierno libio, solo un puñado entrevé el final del túnel.
Abdulhafiz Abdulwaheed es uno de ellos. Este martes de junio, el eritreo verá a viejos conocidos, entre ellos el paquistaní Irshad Muhammad, en la ciudad de Orte, donde vive en plena zona industrial.
Lleva pantalones tejanos, camiseta negra y gafas de sol. Acaba de obtener el asilo político por cinco años y un pasaporte italiano. Sus amigos lo miran como si fuera una estrella de rock.
“Hoy estoy feliz. Al principio quería que me trasladaran a otro país. Pero al cabo de seis meses me dijeron que tenía que pedir asilo aquí. Me quedé para respetar las normas. Y al final, funcionó”, explica.
Ahora duda entre quedarse o irse a Noruega, su sueño.
Casualidades de la vida, hace un año, apenas rescatados, Abdulhafiz e Irshad se reencontraron a bordo del “Ocean Viking” y el primero prometió que, si alguna vez se volvían a ver en Italia, “se irían de fiesta”.
“No te preocupes, hermano”, dice Abdulhafiz, dándole una palmada en la espalda: “¡Ese día llega!”