Los campesinos de La Gabarra, un alejado corregimiento en Norte de Santander —en el nororiente colombiano—, están pensando en suicidarse. Hace un año y medio nadie les compra la coca, el único ingreso que tenían para alimentar a sus familias. Cada día que pasa, la desesperación aumenta entre los 15 mil habitantes de este lugar, para quienes el hambre es la realidad con la que se enfrentan a diario.
Un jornalero que vivía de raspar coca y a quien llamaremos Jacobo, que hoy a duras penas gana 40 mil pesos (nueve dólares) por jornada, una o dos veces a la semana, tiene un bebé de cinco meses en casa y nada de plata para alimentarlo. En medio de un llanto asfixiante, nos dijo que ha pensado varias veces en quitarse la vida: “No lo he hecho porque soy un hombre de fe. Porque la biblia dice: ‘Maldito el hombre que se quite la vida’... nos dijo entre lágrimas mientras nos pedía perdón por ‘ser tan gallina’. “De lo poquito que yo agarro, comparto, pero necesitamos una mano amiga urgente”.
Lida, nombre también ficticio para reservar su identidad, tiene una historia similar. Ella es una de las cocineras que ganaba su sustento de los cultivos, tiene a cargo a su hija y a tres nietos: “Yo también pensé en eso ayer. No tenía qué dar de comer a mis hijos y pensé en colgarme de un palo de mango que hay detrás de la casa”. Además, nos contó sobre una amiga suya que pidió dinero prestado para comprar un veneno matarratón, pero su hijo la detuvo antes de tomarlo. Para ellos, que llevan varios meses sobreviviendo de lo que saquen del río Catatumbo y de la solidaridad entre vecinos, si las cosas no cambian “la pandemia va a ser pendeja para lo que va a ocurrir aquí”.
No hay memoria de una crisis similar en la región. Para Estefanía Ciro, investigadora consultada para este reportaje, la debacle del mercado se debe, en parte, a una dinámica de sobreproducción y acumulación de pasta base que ha modificado las dinámicas del narcotráfico.
Basta un breve recorrido por la zona para darse cuenta de que las historias de Lida y Jacobo no son casos aislados. Casi en cada hogar hay un relatos sobre un drama desatendido: vacas que amanecen desmembradas, locales desocupados, hoteles sellados, madres e hijas que venden su cuerpo, y una crisis de salud mental que golpea a una región que lleva poco tiempo intentando recuperarse de los dolores que dejaron los años más crudos de la guerra entre paramilitares, guerrillas y Ejército.
La paradoja es cruel: el epicentro de esta historia es Tibú, el municipio con más hectáreas sembradas de coca (22 mil según Naciones Unidas) del país que más cocaína le ofrece al mundo. Mutante y CONNECTAS hicieron un recorrido por la zona para hablar con una comunidad que lleva meses en una crisis inédita y a la espera de que sean escuchados por las autoridades.
Durante años la economía de la coca funcionó como un reloj propulsada por campesinos que contratan obreros y recolectores -también llamados raspachines- para limpiar la coca, triturar sus hojas y extraer el alcaloide a través de un cóctel de insumos químicos por los que suelen endeudarse. El proceso de fabricación de esa “pasta base” generaba empleo a las cocineras en los ranchos de procesamiento, a los hoteles, a los restaurantes en los caseríos y a todos los comercios de la región cuyos clientes son los dueños de las fincas y sus trabajadores.
Pero la debacle llegó después del año más duro de la pandemia. A finales de 2021 les dejaron de avisar la compra, como suelen referirse por estos lados al momento en que se corre la voz de que un comprador —intermediario entre los narcotraficantes y los campesinos— se ubica en algún punto de la región para comprarles la pasta base a un precio que fija y supervisa el actor armado que controla la zona, en este caso el Frente Nororiental Ejército de Liberación Nacional (ELN), actualmente en diálogos con el Gobierno.
Desde entonces los campesinos se han quedado con la pasta base almacenada y sin recursos para comprar comida, ropa o simplemente pagar sus deudas o mandar a los niños al colegio. Lida nos dijo que tuvo que “mermarles la comida a los niños de tres a dos raciones, y luego a una”, y que hoy la colada se la toman negra, porque no hay con qué comprar leche: “Estoy viviendo de lo que las amigas me puedan colaborar”.
El presidente Gustavo Petro tuvo información de primera mano sobre la crisis en diciembre pasado durante la primera cumbre cocalera organizada en El Tarra, otro municipio del Catatumbo. Pese a la urgencia que manifestaron, para el momento de nuestra visita, cuatro meses y medio después, varios líderes de la zona nos confirmaron que no ha llegado ningún tipo de ayuda. Una plegaria a oídos sordos.
Pero el drama de la coca en Colombia no es exclusivo de la región del Catatumbo. Se extiende a otros departamentos, con mayor o menor intensidad, como el Meta, Cauca, Nariño y Putumayo donde la planta ha sido el motor de la economía. Según la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana, en el país hay 230 mil familias que subsisten de su procesamiento; esto sin contar con los raspachines y las cocineras quienes también hacen parte de la cadena del negocio.
Por eso nadie entiende la lentitud y paquidermia con la que están reaccionando las instituciones del Estado a una emergencia que, en algunos casos, va a completar el año. Se trata de una oportunidad para sustituir una economía que históricamente ha sido un lastre para el campo y las ciudades. Pero, también, una oportunidad para demostrar otras opciones de vida —viables y rentables— para los campesinos que insisten en quedarse para sobrevivir.
El panorama generalizado es de frustración. “Yo conozco a una mujer que vivía en una finquita con coca, con esta crisis se quedaron sin sustento y el esposo la dejó. Entonces me dijo: ‘Yo no voy a dejar con hambre a mis hijos’, y decidió prostituirse en La Gabarra”, nos contó la dueña de un restaurante que tuvo que cerrar en Campo Raya km 25, un caserío rodeado de bosques y colinas, a unos cuarenta minutos del casco poblado de La Gabarra.
Además, son comunes los testimonios sobre reses desmembradas por personas con hambre. Los videos de los animales muertos en los potreros circulan de celular en celular en la región como testimonio de una crisis alimentaria que ya en el Catatumbo tiene sus manifestaciones más dramáticas.
“A mi casa llegan hombres a pedirme pañales porque no tienen ni uno para sus bebés y me dicen que van a robar. Yo les digo: ‘No robe, hombre, váyase a pescar’”. Nos dijo Jacobo y finalizó como quien vaticina aún lo peor: “Van a haber conflictos, lo intuyo. En medio del desespero, vamos a hacernos daño los unos a los otros”.
John Ascanio, personero de Tibú, ha sido otro de los testigos de esta crisis: “Hay gente que ha dejado las casas solas, dejan cinco o diez hectáreas de coca y se van porque es que no hay otra solución”, dijo para este reportaje. El paisaje también está cambiando. Lo que antes era una manta verde y organizada sobre las montañas, hoy no es más que maleza y hierba opaca que trata de hacer espacio en medio de las matas de coca que nadie raspa.
Durante el recorrido en la zona también se constató cómo la palma de aceite se ha apoderado poco a poco de los lugares más planos y el carbón se ha abierto paso en socavones que atraviesan cerros donde la superficie todavía tiene coca.
Dubán y Esneider Vargas son dos hermanos de 19 y 26 años que ahora trabajan en una mina ilegal de carbón en la vereda Cerro González. Ambos nacieron en El Zulia, a una hora de Cúcuta; vivieron su niñez entre la coca, abandonaron el bachillerato y se hicieron raspachines en su adolescencia. Con sus rostros tiznados de polvillo negro y la ropa emparamada en sudor por el incesante ir y venir a las profundidades de la mina, los Vargas nos hablaron sobre su plan B para subsistir. Contaron que el año pasado “el carbón comenzó a valer y a darle a la gente una forma de vida, entonces pues nosotros dijimos ‘vámonos a trabajar a la mina’”.
El dueño del predio donde está la mina se llama Willington Rodríguez, tiene 28 años y heredó esa tierra de su abuelo. Aunque sabía del carbón, no quería romper montaña porque lo considera agresivo con el medio ambiente y menos rentable que la coca, pero llegada la crisis no vio mejor salida que seguir una veta y abrir un agujero para sacar un mineral que en diciembre alcanzó precios históricos en el invierno europeo, debido a la crisis energética causada por la guerra en Ucrania.
El carbón que sale de estas zonas es llevado por volquetas a los patios de acopio en El Zulia, donde se juntan con el carbón de las minas legales, para luego ser enviado a diversos puertos de Colombia en el Caribe. “El volquetero que viene a recoger el carbón me llegó a pagar 500 mil pesos por tonelada en diciembre. Ahora el precio ha bajado a 210.000, pero todavía seguimos sobreviviendo de la minería”, dijo Willington. ”Yo preferiría que este predio fuera una finca y cultivar comida, como yuca, porque ahora lo que hago es dañar esta tierra”.
Durante el viaje, evidenciamos dos experiencias de producción agrícola que parecen salir adelante. Una asociación de yuqueros en La Llana, un territorio plano y fértil a las puertas del Catatumbo y un grupo de agricultores en Campo Raya, que están sembrando plátano hartón justo al frente de un enorme cultivo de coca que sigue esperando ser raspado.
Sin embargo, ambos casos son esfuerzos solitarios y prueba del abandono institucional a juzgar por la cantidad de obstáculos que los campesinos tienen que superar para comercializar sus productos.
La cruda realidad es que en el Catatumbo el único cultivo legal que tiene salida comercial a gran escala es la palma aceitera. Las plantas de procesamiento industrial establecidas cerca de Cúcuta por empresas como Palnorte y Óleo Norte le están permitiendo a los campesinos vender los cogollos de palma con mucha más facilidad que cualquier otro producto. Según Fedepalma, a finales del 2018 el Catatumbo se consolidó como una de las zonas palmeras más importantes del país con 20 mil hectáreas. En 2022 esta cifra subió a 30 mil hectáreas, según el Instituto Colombiano de Agricultura.
Entre expertos pareciera haber un consenso de que se trata de una oportunidad única para acompañar a estos campesinos a transitar hacia economías legales y sostenibles. Sin embargo, esto no está ocurriendo y los pocos esfuerzos no están llegando a todas partes ni de la mano del Estado.
Antes que las instituciones copen los territorios de manera efectiva, es el crimen organizado el que define, en gran medida, las dinámicas de la economía. En el caso del Catatumbo la presencia de la insurgencia del ELN está consolidada, pero basta con escuchar los testimonios en el Bajo Cauca, Putumayo o Nariño para identificar el abanico de actores armados que gobiernan a sus anchas y siguen multiplicando la violencia endémica más allá de si es carbón, oro (como es el caso del Bajo Cauca, Nariño y Sur de Córdoba y Bolívar) o ganadería (Guaviare).
DE FRACASO EN FRACASO
El actual colapso del mercado de la coca también revela una verdad incómoda para Colombia: la frustración frente a las expectativas con el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos lícitos (PNIS), piedra angular de la transformación del problema de la droga contemplada en el Acuerdo de La Habana entre el Gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
Un reciente informe titulado “El PNIS está bajo la lupa de la justicia”, publicado por Dejusticia, revela la magnitud de las dificultades: solo el año pasado llegaron 15 demandas contra el PNIS al Consejo de Estado provenientes de diferentes regiones del país y dos de ellas ya fueron aceptadas por la Corte Constitucional. Una de estas tutelas reclama que más de 1000 familias fueron retiradas, “con procedimientos que no cumplen los estándares del debido proceso”. Las cifras también revelan la insuficiencia del programa: “A septiembre de 2022, sólo el dos por ciento de los núcleos familiares que estaban activos en el programa había recibido el proyecto productivo de ciclo largo”.
La decepción con el PNIS es palpable en Tibú, donde el programa arrancó de entrada en 2017 con muy pocas ambiciones: solo 2.696 familias fueron ingresadas, de las cien mil, aproximadamente, que dependen de esta economía en la región. “Confiamos en el Gobierno y creímos en el cambio que traería la paz, pero el PNIS fue un fracaso”, asegura.
Sentado en la mesa de su casa en la vereda Trocha Ganadera, un líder comunitario nos mostró “la mugre que tiene debajo de la cama”, una bolsa de aroma sulfuroso, llena de pequeños bloques de pasta base, con la que está encartado hace meses y que le recibió a varios campesinos a cambio de carne para ayudarles a paliar el hambre por un rato.
Como miles de campesinos cocaleros en el país, él erradicó sus cultivos de coca cuando el PNIS llegó a la zona a ofrecer la asistencia económica y técnica que quedó estipulada en los acuerdos de La Habana. Sin embargo, pese a que se acogió al programa y cumplió con su parte, quedó excluido porque no pudo demostrar la “sana posesión de la tierra”.
“Nos vieron las caras y hoy me siento como un limosnero”, dijo indignado porque, según él, ha tenido que “arrodillarse” a los comerciantes para que le reciban la pasta de coca, mientras sobrevive de los huevos que le dan sus gallinas, unas cuantas vacas y un cultivo de yuca, una situación que considera privilegiada, mientras dedica muchas horas de su rutina diaria a labores de liderazgo comunitario que no son remuneradas.
“Esto lo va a encontrar usted en todas las casas de los que trabajamos con diferentes ventas para rebuscarnos la vida. Nosotros no somos traquetos sino que intentamos hacerle un favor al campesino que también está llevado”, dijo.
Norte de Santander, que paradójicamente es el segundo departamento con más cultivos de uso ilícito en el país, fue uno de los que menos inscritos al PNIS. En el territorio que durante años se ubicó como el de mayor concentración de hectáreas de coca, solo hubo un tres por ciento de participación, según el último informe entregado por la dirección del programa. Entre tanto, desde 2010 los cultivos de coca no pararon llegando a concentrar el 32 por ciento del área sembrada de todo el país (44.339 hectáreas).
La importancia del PNIS en esta zona parece haberse limitado a garantizar la erradicación de coca en los territorios colindantes a los espacios donde, una vez firmada la paz, se concentraron los excombatientes de las Farc que operaron en la zona, pero en momentos de crisis como los actuales, no llegan alternativas de solución. A pesar de que contactamos a las directivas del PNIS con varias semanas de antelación para este reportaje, no hubo respuesta al cuestionario.
No es solo la falta de agilidad de las instituciones ante una crisis que lleva meses sino, también, la incapacidad por copar territorios que han estado bajo la gobernanza de actores armados.
Hay diferentes hipótesis que explican la actual crisis. La sobreproducción y almacenamiento de la mercancía, cambios en la cúpula militar, golpes a las organizaciones armadas ilegales y hasta una caída del consumo en Estados Unidos. También hay otra que pareciera ser particularmente relevante para los campesinos del Catatumbo: se sabe que el alto comisionado de paz Danilo Rueda pidió a los actores armados el año pasado que “se manifiesten o den un signo de su interés por hacer parte de la paz total” y, aunque lo conversado hasta ahora entre las partes se desconoce, para algunas fuentes cercanas que entrevistamos para este reportaje, lo que ocurre en estos momentos en la zona podría estar vinculado con una decisión consciente del ELN por bloquear el ingreso de compradores y mostrar su voluntad de mantenerse en la mesa.
Lo llamativo es que, al mismo tiempo, la policía colombiana anunció a finales de abril el desmantelamiento de un laboratorio en el Catatumbo con 4.765 kilos de cocaína, avaluadas en 3.100 millones de pesos (unos 684 mil dólares). Esto podría avalar las tesis de quienes afirman que los traficantes tienen inventario de clorhidrato acumulado en la región. Aunque el informe de la Policía aseguró que el laboratorio “le pertenecía al ELN”, este grupo armado ha insistido en el deslinde total con el narcotráfico, argumentando que su rol se limita al cobro de impuestos y no a la producción.
Mutante y CONNECTAS buscaron tanto a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz como con la delegación del ELN en La Habana, donde el 2 de mayo inició un ciclo en el que se espera definir el cese al fuego bilateral y la participación de la sociedad civil en el proceso. Sin embargo, al cierre de este texto, ninguna de las partes había respondido las preguntas enviadas.
“Todas estas variables influyen de manera multicausal. No hay un único factor que determine el destino de los mercados en estos momentos”, dijo en una entrevista para este reportaje el viceministro de Justicia, Camilo Andrés Ospina. Añadió que de las conclusiones a las que lleguen dependerán los lineamientos de política pública que se establezcan, pues aún es incierto si se trata “de un fenómeno que se va a estabilizar en ciertas regiones o que sencillamente es un bache que no va a generar una alteración grande en el mercado a futuro”.
El presidente Gustavo Petro se pronunció públicamente por primera vez sobre este tema en una entrevista a El País en su visita oficial a España. Reconoció que hay muchos sectores dispuestos a sustituir la economía de la coca y “si somos capaces rápidamente de otorgarla, Colombia empezaría a desconectarse del mercado internacional de la droga y eso nos sirve para que muchos grupos que tienen armas dejen de tenerlas”.
A pesar de que reconoce la importancia de actuar “rápidamente”, la situación del Catatumbo demuestra el descontrol y la falta de agilidad para afrontar la crisis. De hecho, los campesinos le presentaron al presidente en diciembre una hoja de ruta que incluye el replanteamiento del PNIS, la diversificación de los usos de hoja de coca, el fortalecimiento de cadenas de producción y comercialización de productos lícitos, inversión en vías terciarias y la implementación de un plan de choque que incluye a 9 mil familias en el programa Hambre Cero que adelanta el Gobierno. Sin embargo, fueron plegarias a oídos sordos.
“Ahora que ya no nos está desplazando la guerra, nos está desplazando el hambre”, dijeron algunos pobladores frente al paisaje de fincas abandonadas. Aunque seguramente muchos hoy se están yendo para sobrevivir, hay otros, como los hermanos Vargas, que insisten en quedarse y soñar con una realidad que no los expulse: “Mi sueño es convertirme en patrón y dejar se ser obrero”, dijo Duván. Su hermano lo secundó: “Quiero ser agricultor en mi propia tierra”.
Este reportaje fue realizado para MUTANTE y CONNECTAS. Las fotos son de Fernando Molina, comunicador comunitario y miembro de la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT).