Abraham Lincoln caminaba por Time Square, con su sombrero alto y su chaqueta negra. En las manos sostenía un papel donde sobre una bandera ondeando estaba escrita la palabra “VOTAR” en inglés. Hay quienes conmemoraron estás elecciones con una foto que probaba un viaje en el tiempo. Cosas más irreales ha visto el pueblo estadounidense en esta contienda electoral.
Time Square, esa área en la ciudad de Nueva York, llena de pantallas gigantes donde las luces alejan la oscuridad de la noche y los cielos estrellados solos los puede uno ver en la televisión, ha sido históricamente el punto de encuentro del estado cuando cada cuatro años deciden su nuevo líder. En 1932 miles se reunieron bajo la lluvia para celebrar la victoria de Franklin Roosevelt con una marquesina anunciando la decisión. Lo mismo sucedió en 2008, cuando históricamente el pueblo estadounidense escogió a Barack Obama como su primer presidente afroamericano.
Bajo las luces multicolores el mundo entero, representado por turistas y corresponsales internacionales, miraba en ascuas el conteo en vivo. Cada quien carga en mano su celular y no pasó mucho tiempo antes de perder la cuenta de cuantos utilizaron un filtro en Snapchat que les colocaba, por unos segundos, unos lentes virtuales con motivos alusivos a la elección. En la pantalla principal el conteo apenas empezaba: Hillary Clinton con 3 y Donald Trump con 17, de los 270 votos electorales necesarios para ganar la presidencia.
A mi lado un local hizo su mejor intento por explicar su sistema electoral y me confeso resignado, que estaba más nervioso de lo que le gustaría. Eran apenas las 8:00 p.m. pero el sentimiento probó ser dominante por el resto de la noche.
En un ambiente de poca confrontación, solo un grupo sosteniendo letreros de “Negros por Trump” logró sacar de la audiencia alguna reacción fuera del estado, casi pasivo, de incredulidad.
Fuera de un breve periodo en el que candidata demócrata logró superar a Trump, una noticia que en Time Square fue recibida con aplausos y gritos desesperados, cada nueva victoria proyectada del republicano era recibida con un abucheo generalizado. El semblante, a donde se dirigiera la vista, era el mismo: serio, resignado, indignado. No había que ser estadounidense para sentir el peso de la decisión.
Lo hubo de todo: un hombre vestido como una hoja gigante de marihuana, un par de mujeres en tangas con un tocado patriótico sobre sus cabezas soportando valientemente los 14 grados centígrados, una chica con un letrero de cartón que comparaba la construcción de una pared entre países con la trama de un libro de ficción. Pero quizás nada más extraño, nada más difícil de entender, que las horas que llevaron al nombramiento de Donald Trump como el nuevo presidente de Estados Unidos.
Cuando la noticia por fin se confirmó, los cientos de personas que esperaron bajo las luces del punto más icónico de la ciudad, quedaron mudos. La noche terminó así, con una caminata silenciosa al metro más cercano, interrumpida tan solo con insultos esporádicos al futuro líder. Estados Unidos había decido reemplazar a Barack Obama con Donald Trump y Nueva York, un estado que Hillary Clinton ganó con facilidad, no lo podía creer.