Al pie de las mágicas elevaciones rocosas de Viñales, las terrazas de los restaurantes y los hospedajes lucen vacíos. La incipiente prosperidad de este pueblo cubano se detuvo con la Covid-19, obligando a muchos a dejar sus empleos en el turismo para volver a trabajar la tierra.
Los habitantes de esta localidad del Valle de Viñales (oeste), declarado en 1999 por la Unesco Patrimonio Natural de la Humanidad, no quieren ni acordarse de marzo de 2020. Los últimos turistas salieron de prisa para regresar a sus países ante el cierre de fronteras por la rápida propagación del coronavirus.
“Decían que se iba a normalizar todo en seis meses, pero que va, ya vamos por un año”, dice Carlos Millo removiendo la tierra de matas de acelga sembradas en un huerto de 50 metros cuadrados atrás de su casa para el autoconsumo familiar.
Hasta que comenzó la pandemia, Millo, de 45 años y padre de una joven, alquilaba con su esposa dos habitaciones para turistas. “Estamos en decadencia, estamos sin trabajo, trabajando al 5%”, dice a paso lento hundiendo las botas de plástico en la tierra rojiza sembrada también de tomates, frijoles y otras legumbres.
El turismo “ayuda mucho a las familias, el dinero se queda en las casas”, dice convencido de que cuando todo terminé volverá a retomar esa actividad.
En este poblado de unos 28,000 habitantes, “más de 80% se dedicaba directa o indirectamente a eso y hemos tenido que regresar a la tierra”, añade el campesino.
La industria turística ha sido el motor económico de la isla, que en 2019 generó 2,600 millones de dólares de ingresos.
Viñales, enmarcado de manera señorial por grandes formaciones de roca conocidas como mogotes, empezó a cambiar su vocación agrícola hace más de una década.
Se benefició primero de la autorización para abrir negocios privados y luego del boom de visitantes que trajo el restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos en 2015.
“Hubo un momento que no tuvieron habitaciones y hubo turistas que se quedaron a dormir en la plaza”, recuerda Carlos entusiasmado.
Pero la bonanza duró poco. Durante el gobierno de Donald Trump el embargo estadounidense hacia Cuba se recrudeció como pocas veces en 60 años y los visitantes empezaron a escasear.
El turismo cayó de 4.3 millones de visitantes en 2019 a 1.1 millones en 2020.
La pandemia empeoró las cosas, pese a que Cuba es uno de los países menos afectados de la región con 40,765 contagios y 277 fallecidos.
En Viñales se replican las casas con fachadas de colores tenues y techos de teja. Muchas son hospedajes, restaurantes, cafés u otro tipo de negocios que ahora lucen desolados.
Yusmani García fabricó su propio carro jalado por un caballo para pasear turistas. Utilizó tuberías inservibles, materiales de construcción y tapas de ollas de cocina para cubrir las ruedas.
Hasta el año pasado se internaba en su carruaje en el corazón del valle para mostrar las vistas panorámicas a los visitantes.
Por una excursión ganaba 500 pesos cubanos (unos 21 dólares), en un país donde el sueldo mínimo mensual en ese momento era de unos 36 dólares. Ahora el vehículo permanece guardado en un garaje y García, de 45 años y padre de dos niñas, ha empezado a fabricar herraduras de caballo.
“Ha sido un cambio bastante duro, no hay mucha gente que quiera hacer el trabajo”, dice ante una fragua en llamas y sosteniendo con pinzas un fierro incandescente. Dobla con fuerza el metal reblandecido para luego aplanarlo a martillazos, hasta convertirlo en una herradura de caballo. Vende dos pares en 50 pesos (2 dólares).
Las fincas de tabaco son otro atractivo local. Paco-Concha es una propiedad que desde 1888 ha estado en manos de la familia de Eduardo Hernández, de 52 años. Este ingeniero agrónomo considera que el coronavirus no debería ser un problema para su pueblo.
“Los campesinos lo tienen todo en la finca, tienen arroz, tienen maíz, tienen frijol, puerco, carnero”, dice cortando hojas de tabaco en su extenso plantío, aunque admite que él tuvo que despedir trabajadores.
La familia entera ahora produce lo que consume porque la finca también perdió los grupos de turistas que habitualmente la visitaban para conocer el cultivo y secado de tabaco.
La que más lo lamenta es su hermana Rosita, encargada de la paladar (restaurante privado) donde los turistas solían concluir la jornada almorzando frente a las montañas y con música de fondo, en un lugar donde Pablo Milanés hasta grabó alguna canción.
“Llegué a tener 106 turistas juntos de diferentes” países, “es todo lo que tenía, al no entrar turismo, no hay entrada” de dinero, dice con nostalgia doblando sus manteles rojos.