Después de huir de Haití, Cuba, África o India, llegaron a una playa colombiana donde estuvieron varados durante semanas en plena pandemia. Pero llegó el momento de retomar su travesía sin visa hacia Norteamérica. Son 700 migrantes que ahora deberán vencer la hostil selva que los separa de Panamá.
El bloqueo del lado colombiano terminó este viernes pero la incertidumbre continúa. Lázaro Fundicelli, un cubano de 45 años, su esposa Dayami y una decena de compatriotas van por uno de los cerros que rodean la aldea turística de Capurganá, en el extremo oeste de Colombia.
Están ansiosos, temerosos. En este punto termina la aventura en territorio colombiano. Delante de ellos se abre el Tapón del Darién, un corredor selvático de 266 kilómetros que conecta a Colombia y Panamá.
Con suerte, vencerán el hostil paisaje que tienen por delante e irán escalando por el continente hasta llegar a México, Estados Unidos o Canadá. “Si éste fue el inicio de lo peor, no me quiero ni imaginar el resto”, susurra Fundicelli.
Llegados desde puntos muy distantes, han oído hablar del infierno del Darién, de los cinco o seis días de caminata exigente entre vegetación tupida y humedad.
Entre los lugareños es secreto a voces que en las montañas los esperan los coyotes, que cobran entre 2 mil y 3 mil dólares por “pasarlos al otro lado”. Ninguno se atreve a identificarlos.
Antes de tomar esta ruta, Fundicelli intentó tres veces cruzar el estrecho de la Florida para desembarcar en Estados Unidos. Fracasó y entonces, cuenta, viajó a Guyana, atravesó en bus Brasil, Perú y Ecuador, y llegó a Colombia.
En Necoclí, un poblado de 40 mil habitantes próximo a la frontera con Panamá, quedó bloqueado por la pandemia - que forzó el cierre de fronteras - junto a otros cubanos, africanos, indios y una gran mayoría de haitianos.
Terminó formando parte de un grupo de 700 migrantes que durante semanas vivieron en carpas en un muelle abandonado de Necoclí. Algunos completaron hasta cuatro meses malviviendo en ese lugar.
En este tiempo no pudieron embarcarse hasta Capurganá, a una hora y media de distancia, porque la naviera que opera la única ruta decidió no venderle pasajes a migrantes indocumentados, solo a los turistas. El pequeño poblado de 4 mil habitantes que los separa de Panamá temía una invasión de sus playas, ante el cierre del paso limítrofe.
“No queremos quedarnos aquí, todos vamos para el norte”, dice Eric Cadete junto a su esposa. Ambos salieron de Haití hace varios años con rumbo a Brasil y ahora migran por tierra hacia Estados Unidos. Dentro de tres meses, la mujer dará a luz su primer hijo.
Los 700 indocumentados decidieron esperar a que les levantaran el veto, temerosos de cruzar en embarcaciones ilegales como la que naufragó el 4 de enero dejando 7 muertos.
Finalmente, el jueves recibieron luz verde para seguir su travesía.
Antes de la emergencia sanitaria, las autoridades panameñas interceptaban al mes entre mil 500 y 2 mil personas en la selva del Darién.
La cifra se redujo a entre 400 y 100 personas al mes, según datos oficiales, debido al cierre de las fronteras que ordenaron Colombia y Panamá para contener la propagación del coronavirus.
En Necoclí sobrevivieron con la ayuda de los pobladores. “La gente nos ayudó mucho con la comida”, señala Lázaro Fundicelli. Él y su esposa recibieron de un lugareño un sofá viejo que les hizo más llevadero el precario campamento a orillas del mar.
No pasaron hambre, pero sí sufrieron por la falta de baños o el acceso a agua potable.
El 30 de enero, Panamá reabrió sus fronteras terrestres y tres días después la naviera y las autoridades de Necoclí anunciaron a los migrantes que entre el jueves y viernes partirían lanchas con destino a Capurganá. La empresa fijó el precio del pasaje en 65 dólares, tres veces más que la tarifa normal.
Con fajos de dólares y pasaportes en la mano, cientos de migrantes se amontonaron contra la única taquilla para asegurar un puesto. “Nos cobraron caro (...) alegando que en Capurganá vamos a seguir una ruta humanitaria hasta Panamá”, señala el cubano.
Panamá desmintió la promesa. Aun así, Juste Calisthene, de 33 años, que emigró de su natal Haití agobiado por la pobreza y la inseguridad, reactivó los planes para entrar a Estados Unidos.
Alto y con músculos marcados, lidera un grupo de casi 30 compatriotas- la mitad de ellos menores o mujeres con bebés de brazos- que aspiran cruzar juntos la selva. Siente miedo. “Tengo un amigo que pasó por Capurganá (a Panamá), me dice que es difícil”, relata el haitiano.
A su llegada al muelle, les tomaron la temperatura y les rociaron con desinfectante. Luego se movilizaron en motocarros hasta la entrada de un sendero. Varios hombres los reciben y les señalan el empinado camino por delante. “Hasta aquí los periodistas”, advierten a los reporteros de la AFP.