La primera República de Panamá—el Estado del Istmo—existió entre 1840 y 1841, bajo el liderazgo de Tomás Herrera. En el decenio siguiente, el Estado de Panamá, una entidad “federal soberana”, asociada a Nueva Granada (Colombia) y creada por Justo Arosemena en 1855, estuvo vigente hasta 1885.
Ambas experiencias de gobierno propio y autodeterminación precedieron a la creación de la segunda República de Panamá (1903). En esa ocasión, las circunstancias geopolíticas que rodearon el surgimiento del Estado panameño eran diferentes a las que acompañaron la fundación del Estado del Istmo por Tomás Herrera.
En 1840 pudo crearse dicha entidad sin intromisión extranjera.
En 1903, la hegemonía estadounidense estaba tan firmemente establecida sobre el istmo, en gran medida como resultado del tratado que Nueva Granada firmó con Estados Unidos en 1846, que hubiese sido imposible para Panamá escindirse de Colombia sin la aquiescencia del coloso del norte.
El respaldo de Washington a nuestra separación en 1903 no significa que la nación panameña es una creación de Estados Unidos, como aducen seudointelectuales extranjeros e, inclusive, algunos panameños. Sí significó que la segunda República de Panamá debió hacer frente al desdén de otros países que la menospreciaban por haber obtenido su personalidad internacional bajo auspicios estadounidenses y por haberse visto obligada a someterse desde sus orígenes a la dominación del coloso.
En respuesta, quienes a inicios del siglo 20 dirigieron nuestra segunda república eventualmente optaron por apuntalar una identidad nacional basada en el hispanoamericanismo, una tradición forjada a partir de la herencia española, los movimientos independentistas y el gobierno republicano. Como lo explica el historiador Peter A. Szok (Texas Christian University), el proyecto nacional descrito se propuso destacar las conexiones históricas y culturales del istmo con los Estados de esa raigambre.
La obra de Justo Arosemena, una de cuyas principales preocupaciones fue forjar una comunidad hispanoamericana, sirvió de inspiración a quienes en el siglo 20 panameño emprendieron el programa enunciado. Como parte de este proyecto, surgieron en la década de 1920 tres sociedades culturales, inscritas en una tradición intelectual que se remonta a la Ilustración europea: la Academia Panameña de la Historia (1921), la Academia Panameña de la Lengua (1926) y la Sociedad Bolivariana de Panamá (1929).
Las tres recibieron apoyo estatal. La primera, fundada en el centenario de nuestra independencia de España—97 años atrás en esta fecha (16 de mayo de 1921) —tuvo como miembros fundadores a Ricardo J. Alfaro, Enrique J. Arce, Antonio Burgos, Octavio Méndez Pereira y Juan B. Sosa.
En 1931, fue la sexta sociedad de América Latina en establecer corresponsalía con la Real Academia de la Historia de España, la primera de su tipo instituida en el mundo hispanoamericano (1738).
Durante muchos años, las publicaciones de la Academia Panameña de la Historia contribuyeron a recuperar capítulos olvidados o poco comprendidos de nuestro pasado, entre ellos, los sucesos de 1903.
En etapas distintas, hasta el decenio de 1980, su respetado boletín divulgó los resultados de investigaciones en archivos y bibliotecas, sobre temas relevantes, como etnología panameña (Manuel María Alba, 1933), el incidente de la tajada de sandía (Ismael Ortega, 1936) y la primera diplomacia istmeña (Ernesto J. Castillero, 1937).
En 1934, Juan Antonio Susto, secretario de la Academia, publicó en el boletín el Bosquejo de la historia colonial de Panamá, traducción al español del conocido libro de Matilde de Obarrio, Lady Mallet (Sketches of Spanish-Colonial Life in Panama, 1915).
A pesar del entusiasmo y la actividad que caracterizó sus orígenes y posterior evolución, en décadas recientes la Academia Panameña de la Historia dejó de funcionar. Diferencias entre sus integrantes hundieron en la inacción a una organización que debe seguir operando con bríos para aportar al debate público, tan carente de sustancia y contenidos, las referencias y el análisis histórico que exige el tratamiento de los serios retos que enfrentamos: desde el cambio constitucional y las relaciones con China, hasta la seguridad alimentaria y la contaminación ambiental.
En vez de malgastar sus exiguos recursos en banalidades, las dependencias culturales del Estado panameño deberían ocuparse del rescate y puesta en valor de la Academia Panameña de la Historia, a pocos años del centenario de su fundación y el bicentenario de nuestra independencia de España (2021).
El autor es politólogo e historiador y director de la maestría en relaciones internacionales en FSU, Panamá.