Me desperté el lunes de una pesadilla espantosa. Me lavé la cara y traté de sacudirme de la zozobra que la mala noche me había producido. El sol estaba radiante.
Atrás había quedado la gran preocupación por nuestro sistema de justicia. Guillermo Márquez, el nuevo presidente de la Corte, hablaba en el noticiario de la mañana sobre los nuevos nombramientos de la carrera judicial. Las últimas vacantes en la Corte habían sido llenadas con el beneplácito de la sociedad civil y todos los jueces denunciados por la procuradora habían sido reemplazados.
Habíamos tomado las riendas de nuestro destino después de la multitudinaria marcha contra la corrupción convocada para el 1 de septiembre. Panamá, como el país de mayor crecimiento de América Latina, había dejado atrás su pasado sumiso y esa mentalidad de colonia que nos hacía recurrir siempre a alguna otra potencia para que diera la cara por nosotros.
Adiós también a la mala costumbre panameña que empezó con el proceso de independencia y la ayuda del USS Nashville, y que duró durante toda la existencia de la Zona del Canal con las innumerables veces en que nuestros políticos corrían a refugiarse –e incluso juramentarse– en esta franja de territorio americano.
Luego vino la invasión y, una vez más, tuvo que intervenir el Pentágono porque los panameños no éramos capaces de sacudirnos de encima al sátrapa de Noriega. Claro que esta figura había sido creación de la CIA, pero eso es punto y aparte.
Recién pasada la invasión, el coronel Eduardo Herrera protagoniza un intento de golpe contra Guillermo Endara y las autoridades corren nuevamente a pedirle ayuda a los americanos; una gran humillación para todos los panameños que pensábamos que, por fin, nos habíamos puesto los pantalones largos.
Llega la elección de 2009 y la dupleta Martinelli-Varela se fragua durante un evento en la embajada americana. De ninguna manera podían los americanos permitir que Balbina Herrera llegara al poder después de haber agredido físicamente al presidente Bush padre durante una visita a Panamá.
El remedio resulta peor que la enfermedad, y Martinelli y su círculo cero se convierten en la versión siglo XXI de Alí Baba y los 40 ladrones. Para asegurar su impunidad, armado con su software de Pegasus, Martinelli se va apoderando poco a poco de los tres órganos del Estado.
Aun así y contra todo pronóstico y mucho billete brasileño, pierde las elecciones de 2014. Sale huyendo para juramentarse subrepticiamente en una cueva de ladrones en Guatemala, cambia el Pegasus por el avión matrícula N799RM, y emprende su gira mediática por el mundo de la Avenida Brickell.
Mientras tanto, en Panamá se van sumando los millones y amontonando los casos. Se solicita su extradición y le toca nuevamente a un tribunal americano darnos una lección de cómo hacer justicia. En 80 días, de manera transparente y en estricto apego a la ley, se emite un fallo a favor. La pelota queda de nuestro lado.
Cinco días después, los panameños se deciden poner a un lado el Twitter y caminar por nuestro país. Las calles se ven abarrotadas de gente que incluso sabe por qué marcha: exigen la renuncia de los magistrados, especialmente de la autora del engendro jurídico de Finmeccanica.
En un momento de extrema lucidez, el Presidente se acoge a las recomendaciones de la sociedad civil y nombra nuevos magistrados de intachable reputación. Dota al sistema de justicia de los fondos necesarios para implementar debidamente el sistema procesal y la carrera judicial, y el país queda listo para recibir al reo 14813-104.
Menos mal que solo había sido una pesadilla. Panamá se había salvado.
La autora es miembro de Movin