En 1963 la revista The New Yorker publicó la primera de cinco entregas de la crónica escrita por la filósofa judía alemana, Hannah Arendt, sobre el juicio del teniente coronel de las SS Adolf Eichmann realizado en Jerusalén, tras ser secuestrado en Argentina por miembros del servicio secreto israelí.
Esas crónicas se convertirían en el libro Eichman en Jerusalén, con el sugestivo subtítulo Un estudio sobre la banalidad del mal, un concepto con el que Arendt explicó al mundo que personas capaces de cometer atrocidades y grandes mal, pueden ser -suelen ser- aparentemente ordinarias, normales, simples piezas de una maquinaria burocrática que cumple leyes, ejecuta directrices con eficiencia y no piensa en la consecuencias de sus actos. Algo así como aquella sobrecogedora GDBD (gente despertando bajo dictadura) de Rubén Blades.
Aún con el enorme universo que separa el relato de Arendt de nuestra realidad criolla, su concepto sobre la banalidad del mal surgió bruscamente en mi mente hace una semana, mientras miraba atónita en la pantalla de la televisión, como una mayoría de diputados transformados en inquisidores, decidía implacable el destino de la Defensoría del Pueblo y su entonces titular, Alfredo Castillero.
Por más absurdo que parezca -y reconozco que puede parecerlo- no pude dejar de comparar el análisis de Arendt sobre la ausencia de consideraciones éticas o morales en el eficiente funcionario que se encargaba de transportar a los judíos hasta su macabro destino final, con la forma asombrosamente eficaz en la que se fueron sucediendo los hechos la noche del pasado miércoles 9 de octubre en el hemiciclo legislativo.
Seguramente los miembros del equipo legal -siguiendo instrucciones y sin posibilidad alguna de dar opiniones jurídicas independientes- redactaron las dos resoluciones que fueron leídas con voz clara y firme por el secretario general y exdiputado del Partido Revolucionario Democrático (PRD), Quibian Panay, antes de ser aprobadas casi unánimemente por los diputados. La primera formalizaba el linchamiento del defensor, y la segunda abría de inmediato el proceso para la designación de su sucesor. Todo muy eficáz.
Un poco antes, al escuchar descorazonada a los diputados que intentaron justificar con una frialdad de espanto lo que estaban a punto de hacer -citando normas que sustentaban su competencia aparentemente interpretada como patente de corso-, recordé a Arendt y su explicación sobre la legalidad de las actuaciones de los miembros del aparato nazi. Todas estaban respaldadas por leyes, decretos y reglamentos; solo cumplían la ley.
Resultó especialmente chocante escuchar a jóvenes abogados actuar como verdugos, irrespetando garantías fundamentales y derechos; ignorando el camino previamente andado por la comisión legislativa, plagado de ilegalidades y abusos de poder. No preguntaban; acusaban. No dudaban; estaban absolutamente seguros de tener la razón y la verdad. Nada de lo explicado por el entonces defensor fue considerado; ningún consejo fue escuchado; el arrogante veredicto estaba decidido de antemano.
Sin duda, la actuación de la mayoría de los diputados en este caso nada tiene de banal. Hay premeditación, alevosía y clara intencionalidad. Para unos, se trataba de apoderarse de la planilla de la institución, para colocar allí a su clientela política. Para esos, con largo prontuario en canalladas y falsedades, la verdad es irrelevante y la manipulación es solo una estrategia eficaz. Para ellos, la Defensoría del Pueblo es un botín más.
Para los otros, esos que forman parte de los grupos fundamentalistas que intentan a toda costa llevar a este país hacia el oscurantismo y la intolerancia, la intención era y es tomar posesión de una institución que es parte del sistema nacional de protección de los derechos humanos. Ese monstruo protector de la diversidad que odian.
Son los mismos que han impedido que la educación en salud sexual y reproductiva llegue a los chicos de los sectores más vulnerables del país, sin que les importe cómo se perpetúa el circulo de pobreza entre las jovencitas embarazadas o se aumentan los afectados con enfermedades de transmisión sexual. Esos que justo hoy vuelven al ataque en la Asamblea, con la intención de convertir en ley su horripilante proyecto sobre inscripción de no nacidos. Son los mismos y, como se dicen en España, “van a por la Defensoría”.
Cuando la banalidad del mal, tal y como la describió Hanah Arendt, se convierte en banalidad a la criolla por inexperiencia o simple soberbia propia de la juventud irreflexiva, aún hay esperanza de corregir el rumbo. Solo basta pensar.
La autora es periodista, abogada y directiva de la Fundación Libertad Ciudadana