Aplaudo la iniciativa de TVN de incorporar el segmento “bien chequeado” (emulado como “Panama check” en Medcom) para corroborar la veracidad del discurso público de algún personaje mediático. Esta herramienta de investigación fue implementada hace más de una década en la prensa angloparlante con el nombre fact checking y difundida posteriormente en Europa y América Latina con otras denominaciones. En esta época de posverdades y noticias falsas (fake news), donde el morbo importa más que lo real, urge tener sensores que desenmascaren a charlatanes, manipuladores y demagogos. Exhorto a los directores de cadenas televisivas a que no solo apliquen esta verificación a figuras políticas, sino también a periodistas que se valen de micrófonos y redes para desinformar o calumniar. Es siempre preferible una noticia tardía bien documentada a una primicia repleta de asechanzas. Los medios deben entender que el rating debe estar supeditado a credibilidad y rigurosidad.
Así como debe honrarse la ética en el manejo de la información, el Colegio Nacional de Periodistas tendría que poner a funcionar su tribunal deontológico cuando alguno de los comunicadores incurra en desviaciones conductuales. Uno de los valores supremos del código moral del periodismo es respetar la privacidad de la gente. La intimidad es un derecho humano básico protegido por sendos convenios internacionales. El comentarista Edwin Cabrera violó ese precepto al retuitear una foto personal, sin consentimiento de mi hija, propietaria del material fotográfico. Curiosamente, el derecho a la intimidad fue promulgado por primera vez en 1890 (The Right to Privacy, 4 Harvard L.R. 193), debido también a la intrusión de un reportero en una boda privada. La imagen había sido inicialmente “posteada” por un individuo perteneciente al inframundo cibernético, a quien ignoré por tratarse de un desconocido, con muy pocos seguidores en Twitter, una plataforma social inundada de seres envidiosos, acomplejados y malintencionados. El señor Cabrera, popular analista, disfrutó y compartió su ruindad con más de 80 mil prosélitos, a través de una cuenta que le sirve tanto para asuntos personales como para influencias noticiosas, según la conveniencia del momento. Los DDHH, para algunos periodistas, son únicamente trascendentes cuando se trata de defender su propia libertad de expresión.
La motivación para esa precaria actuación fue generada por mi artículo Urge matar a dios, que algunos atacaron sin leerlo y otros sin entenderlo, exhibiendo una vergonzosa incapacidad de lectura comprensiva. Ese escrito se refería a aniquilar el vocablo dios que utilizan las cúpulas religiosas para el negocio de la fe. Eximía, sin embargo, a la creencia íntima de cada persona, argumentando que en la medida en que esa conjetura no se impusiera a otros, no interfiriera con la sanidad pública, ni afectara la dignidad de las minorías, sería inocua para la tolerancia colectiva. Los detractores me acusaron de incoherencia, porque complací a mi hija en su deseo de tener una ceremonia cristiana tradicional. Mi conducta, en todo caso, fue consecuente con mis principios de no adoctrinar a los hijos y estimular su pensamiento crítico. Mi esposa es creyente y yo ateo. Nuestros retoños se exponen a ambas perspectivas filosóficas y ellos, autónomamente, deciden cómo pensar y proceder. Si mi adorada crianza se hubiese casado con un judío, un musulmán o un impío, también la habría acompañado a una sinagoga, una mezquita o a la isla Galápagos, tierra de Darwin. Pero, como a los fanáticos fundamentalistas les apasiona más el dogma que la libertad, boicoteando la esencia de la otredad, intuyo que darían la espalda hasta a sus propios hijos si alguno resultase homosexual. Patético.
El autor es médico