Unas semanas antes de que estallaran las revueltas sociales en la región andina, se produjo una sacudida en las placas tectónicas del capitalismo. En una acción sincronizada, los principales diarios financieros del mundo y centros del comportamiento empresarial global urgieron poner en marcha una nueva agenda para reformar el capitalismo y garantizar su supervivencia.
The Financial Times, el diario financiero británico más respetado del mundo, está alentando un nuevo pacto social. Resetear el capitalismo –propone-, que se reinvente, que sea capaz de una mejor redistribución de la riqueza, que amplíe la clase media y que tenga un rostro más humano.
Mientras The Economist, otro de los medios financieros británicos de prestigio global, promueve una mayor regulación del sector privado y una reducción de los beneficios empresariales. Por su parte The Business Roundtable, una plataforma que reúne a las 200 mayores empresas de Estados Unidos, aboga por enterrar el dogma de Milton Friedman y la escuela de Chicago de que el interés de los accionistas debe prevalecer sobre cualquier otro interés. De la forma cómo sean tomados en cuenta los trabajadores, los clientes, los proveedores y las comunidades, depende el porvenir del mundo. Una empresa sin un propósito social, no tiene futuro.
Respetados economistas como Piketty, Chomsky, Stiglitz y Krugman han advertido sobre el peligro del aumento de las desigualdades. Sostienen que la riqueza se concentra de forma tan obscena que los ricos ya no saben qué hacer con tanto dinero, mientras capas cada vez más amplias de la población quedan a la intemperie, excluidas del bienestar. El modelo neoliberal rompe la cohesión social y deja sin horizonte a las nuevas generaciones.
Debido al actual modelo de desarrollo económico, millones de latinoamericanos han perdido el sentido y la esperanza de vida y con ello su capacidad de consumo, su puesto de trabajo, y se han devaluado socialmente.
Por distintas motivaciones, pero todo bajo un denominador común -hartazgo ante demandas insatisfechas y frustraciones de poblaciones cada vez más empobrecidas-, la rabia ciudadana está saliendo a la superficie, de manera disímil, pero como la erupción de un volcán.
La mayor ebullición se registra en los países andinos (Argentina, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú), una llamarada que no tiene visos de apagarse a corto plazo.
La particular crisis política boliviana también tuvo como detonante la falta de respuesta a demandas socioeconómicas, contrarrestadas con un golpe de Estado. Está por ver quién pagará la cuenta de esa ruptura democrática.
Chile no anticipó el estallido, perdió el control del orden público y, arrinconado, el gobierno trata de maniobrar para sintonizar con el clamor por más igualdad de oportunidades y una sociedad más justa. La rabia acumulada en 30 años de democracia –similar al caso panameño y más todavía cuando ambos países compiten por sobresalir en el ranking latinoamericano de desigualdades- ha generado pánico entre la clase política chilena incapaz de actuar con la premura que demandan los ciudadanos.
Lo que sucede en el vecindario latinoamericano impacta en Panamá. El rechazo a la forma cómo los diputados de la Asamblea Nacional han manejado las reformas constitucionales ha encontrado una curiosa coincidencia entre grupos de distintos signos e intereses que han explotado con habilidad el divorcio entre la clase política y el ciudadano.
Después de la ausencia de liderazgo en el proceso de reformas, el presidente Nito Cortizo está tratando de lograr un entendimiento sobre los cambios constitucionales que realmente quiere la sociedad. Frente a ese escenario, Cortizo debe actuar con celeridad y buscar un acuerdo nacional que frene la inestabilidad social y neutralice extremos de tensión política. Panamá comparte con Chile el mismo problema estructural de un modelo de desarrollo económico que no satisface las aspiraciones ciudadanas. Eso demanda cambios de fondo, económicos e institucionales. En ambos casos hay desconfianza en la democracia porque las políticas públicas favorecen al sector más rico de la población y los gobiernos no defienden los intereses de la mayoría.
En la ola de las reformas constitucionales, Cortizo tiene una gran oportunidad a fin de crear condiciones que contribuyan a dividir el pastel económico de manera más justa. Lo vivido en la región andina en las últimas semanas demuestra que la elite financiera, política e intelectual no ha sido capaz de monitorear ni entender lo que pasa en la sociedad. En el caso de Panamá, lo que está en juego es el futuro del país. Ojalá lo comprenda Cortizo, su equipo de gobierno y los panameños también.
El autor es periodista