“¡Por ello pido a mi orgullo que camine siempre junto a mi inteligencia! Y si alguna vez mi inteligencia me abandona -¡ay, le gusta escapar volando!- ¡que mi orgullo continúe volando junto con mi tontería!” — Así habló Zaratustra, Friedrich Nietzsche.
Pese a ser un aspecto eminentemente personal en la vida de las personas, durante siglos el debate religioso ha estado plagado de intolerancia. Lo anterior tiene lugar desde las primeras comunidades humanas por razones que son más o menos evidentes; la religión como aspecto común sirve para construir la identidad de un pueblo. La posterior instrumentalización del credo, es decir su plena integración con el mecanismo estatal, termina por confundirla con un aspecto más del Estado mismo, ya no con un elemento sujeto a la voluntad de los gobernados. Finalmente esta integración termina con lo que podemos apreciar vívidamente en la introducción de nuestra Constitución de 1941 (en el nombre de Dios, autor y supremo creador del universo) o el artículo 35 de nuestra Constitución actual.
Desde la carta pública a Bergoglio escrita por Xavier Sáez-Llorens, a la carta pública al precitado autor que le dedica Miguel A. Keller, los lectores hemos contemplado (quizá en una escala muy baja, pero no carente de ponzoña) cómo, con ocasión de los eventos que están por desarrollarse en nuestro país, la atención se torna sobre esta eterna disputa.
Ninguno de los dos artículos arroja nuevas luces sobre la solución de este nudo gordiano. Se cae en una penosa cadena de descalificaciones y señalamientos, que más que razonamientos, parecen bolas de lodo volando de un lado para otro.
Para empezar, ni las instituciones cristianas per se son instrumentos de mal alguno, ni puede a las mismas atribuírseles los fallos de las personas. Hacer esto es precisamente lo que lleva al autor del segundo artículo a insinuar una relación entre Nietzsche y el nazismo. Las ideas como entes abstractos no tienen más fuerza que la del sujeto que las aplica, las mismas no son buenas ni malas. Hitler, malintencionado, buscando fundamentar sus ideas políticas, construye una ideología que poco o nada tienen que ver con el hermoso canto del filósofo. Y cuando el filósofo de las barbas dice «superhombre», el político del bigote traduce «raza superior», pero el primero reniega de las masas y las rechaza en el camino al übermensh. ¿Incongruente, verdad? Cuando el filósofo de las barbas dice “Dios ha muerto”, lo que señala es que el individuo mató a Dios por medio del ejercicio de una fe hipócrita, mientras que, por otro lado, Hitler y su régimen tuvieron una relación cuestionable con la impericia Iglesia. Pero nadie pensaría en señalar a todo el pueblo alemán, mucho menos a toda la Iglesia, por la posición de un cardenal.
Schopenhauer, al cual admiro, tiene por su parte la gran falla de haber querido fundamentar su filosofía en elementos científicos, así se refleja en Sobre la voluntad en la naturaleza. Su pensamiento quedó rápidamente relegado a la par que las teorías de la ciencia de 1850, reducido a meros aforismos, es quizá un ejemplo concreto de lo que la fe ciega en la técnica puede llegar a producir. Nietzsche, en una crítica al cientificismo, expondría a la ciencia (técnica) como un método meramente de descripción, vacío, falible y variable.
El autor es abogado