Gaspar Octavio Hernández, el bardo de Santa Ana, cultor del vanguardismo, murió en esta fecha en 1918. Su poema más conocido, cuya lírica todavía conmueve a quienes se exponen a su potente versificación, es el Canto a la bandera (1915):
¡Bandera de la patria! Sube...,sube / hasta perderte en el azul... Y luego / de flotar en la patria del querube; / de flotar junto al velo de la nube, / si ves que el Hado ciego /en los istmeños puso cobardía, / desciende al Istmo convertida en fuego / y extingue con febril desasosiego / ¡a los que amaron tu esplendor un día!
Suelo evocar este patriótico Canto en el Mes de la Patria, rememorando, con agrado, su memorable interpretación por Albalyra Franco de Linares, el 9 de enero de 2004, cuando la Junta Nacional del Centenario recordó la gesta heroica de ese día, en su cuadragésimo aniversario y la correcta actuación del presidente de la dignidad, Roberto F. Chiari, en aquella dramática ocasión (1964).
El 13 de noviembre de 1918, el poeta Hernández se desplomó frente a su máquina de escribir en la redacción de La Estrella de Panamá, donde laboraba, aportando a la decana de la prensa istmeña su talento y sutileza. Murió en plena faena periodística, asediado por la tuberculosis que, en esa época y, por muchos años venideros, fue el azote de los sectores populares. En su honor se instituyó el Día del periodista panameño, precisamente en la fecha de su expiración.
Gaspar Octavio Hernández se caracterizó por su agudeza intelectual, su diestro manejo del idioma y el bagaje cultural que logró acumular—a pesar de las adversidades de su niñez y juventud—en su corta vida (falleció a los 25 años). En contraste, el periodismo panameño de la actualidad presenta graves insuficiencias. Con contadas excepciones, los periodistas istmeños carecen de adecuada formación; sus referencias históricas, sociales y culturales son limitadas (en algunos casos, casi nulas); su vocabulario, paupérrimo; su dicción, vergonzosa; y su capacidad de expresión, reducida.
Lo mejor del periodismo panameño está en algunos medios escritos, donde se encuentran periodistas sagaces, que comunican hechos noticiosos con objetividad y desenvoltura, contribuyendo de esa manera no solo a mantener informada a la ciudadanía, sino a sostener el poco contenido democrático que le queda a nuestro sistema político. Temo, francamente, por el impacto que sobre el sistema democrático tendrá el debilitamiento o desaparición de la prensa impresa.
Lo peor del periodismo istmeño está en los medios audiovisuales, incluyendo la radio, la televisión y las denominadas “redes sociales”. Con muy contadas excepciones, escuchar un reportaje o programa de opinión es una experiencia martirizante, por la pobreza de los planteamientos; las incesantes agresiones a la sintaxis; el desconocimiento hasta de los más elementales antecedentes; la gesticulación ordinaria y afectada; la estridente entonación, cargada de gritos y chillidos; pronunciaciones y expresiones incorrectas, como aquello de “conceKto”, “ineKtitud”, “estábanos”, “lo que es”, el desgarrador “hubieron”, los “gases del oficio”, las “barbas en remojo” (son “bardas”, ¡por Dios!) o los términos en inglés tropicalizado (“están”, por “stand” o, correctamente: “mostrador”; “parquin”, por “estacionamiento”; “fraslái”, por “linterna” o “foco”; “listip”, por “lápiz labial”).
Durante la conmemoración del 5 de noviembre, una periodista hablaba de los “combos” (en vez de “congos”) de Portobelo. Pero peor que esta ignorancia es tener que tolerar a la seudo intelectualidad criolla pontificando a través del espectro electromagnético acerca de “temas” (todo es un “tema”) que desconocen o que no tienen autoridad moral para tratar.
Esto es, quizás, lo más malo: la corrupción de la actividad periodística, cuyo tipo ideal se distingue por una independencia del poder político y económico. En el Panamá de periodistas coimeros y empresas o gobiernos corruptores, estamos bastante alejados de ese tipo puro.
El soborno a periodistas alcanzó proporciones escandalosas bajo la dictadura militar y se mantiene hasta el presente. Algunos coimeaban con Odebrecht y otros coimean con el Estado, en detrimento de una ocupación que debe caracterizarse por su absoluta probidad.
El panorama actual se aleja bastante de lo que, un siglo atrás, practicaban el vate Hernández y sus compañeros redactores. Como ciudadanos de una república y consumidores de productos mediáticos, tenemos derecho a exigir una mejor calidad en el periodismo nacional.
El autor es politólogo e historiador y dirige la Maestría en Relaciones Internacionales en Florida State University, Panamá.