Debo admitir que diciembre es un mes que, en general, me genera resquemor. Es una fecha que resalta la hipocresía de la sociedad, con mucha gente jactándose de poseer decencia, misericordia y solidaridad, pero exhibiendo inmoralidad, venganza y discriminación en el resto del año. Es, por otro lado, una época anticientífica plagada de mitos y engaños, intoxicada por simbolismos religiosos y propagandas mercantiles. Como si fuera poco, nuestro país celebra el Teletón, una actividad que explota públicamente la discapacidad infantil y glorifica la filantropía fingida, donde se mediatizan sonoras “donaciones” procedentes de dineros estatales, evasiones fiscales y fortunas mal habidas. Esta ocasión, para colmo, fue empañada por unas inesperadas revelaciones sobre coimas de las empresas Odebrecht y FCC otorgadas a ilustres personajes de la farándula istmeña, algo que seguramente pondrá en aprietos a la justicia inoperante y selectiva que impera actualmente en Panamá. Como telón de fondo, las grotescas triquiñuelas del Ejecutivo para blindar la CSJ con dos magistradas afines, por si acaso se requiera una potencial impunidad futura del Gabinete presidencial. Mi habitual intranquilidad decembrina fue adicionalmente perturbada por las votaciones celebradas en Cataluña (tierra de mis progenitores) y por el clásico Real Madrid-Barcelona. Mis terminaciones nerviosas no soportaban un estímulo más. Como prefiero no mezclar lo político con lo deportivo, analizo la doble derrota de la capital española en párrafos separados.
En la esfera política, siempre he considerado irracional cualquier tipo de nacionalismo. Tengo una mentalidad de especie, profundamente preocupada por las desigualdades y fragmentaciones que padece la humanidad. Soy afín a la idea de ciudadanos universales que procuran el bienestar global y la supervivencia colectiva en el planeta. Los preceptos nacionalistas tienden a ser excluyentes e insolidarios, siendo usualmente esgrimidos por dictadores militares y por populistas de izquierda o derecha, con el afán de mejorar sus maltrechas imágenes internas o esconder sus depravaciones conductuales. Pese a mi inclinación por la homogeneidad social, empero, me agrada el modelo federalista descentralizado que incentiva la productividad de las regiones, que brinda la suficiente autonomía financiera para compensar por el esfuerzo laboral y compromiso creativo de sus trabajadores. Me gustó, por tanto, el triunfo de Inés Arrimadas del partido Ciudadanos, una combativa mujer que clama por mantener la unidad en el territorio ibérico. Disfruté, también, la derrota de Mariano Rajoy del Partido Popular (último lugar, con solo 4% del voto), quien, en la comodidad de La Moncloa, jamás ha propiciado la fórmula del diálogo con los líderes de la Generalitat.
Por la tozudez y la soberbia del presidente español, el sentimiento separatista creció del 15% al 48% en menos de una década. Los partidos independentistas (JxCAT, ERC y CUP), de hecho, obtuvieron suficientes escaños para alcanzar la mayoría parlamentaria, lo que seguramente dificultará la estabilidad en la formación y funcionamiento del gobierno catalán. El relieve electoral logrado por el anárquico, pero pusilánime cabecilla Carles Puigdemont, mantendrá el ayuntamiento en una situación de zozobra constante. Algunas figuras, tristemente, tanto independentistas como constitucionalistas, han adoctrinado a las sociedades catalanas y españolas para tergiversar a su favor los antiguos conflictos entre republicanos y fascistas, lo que ha incendiando una relación que parecía haber superado esos traumas históricos. La monarquía, para variar, como entidad zángana del poder, ha contribuido al desafortunado distanciamiento. El insensato discurso de odio ha ido aumentando en intensidad y frecuencia entre ambos bandos, los que se dejan manipular como marionetas por los caprichos de los políticos de turno. De seguir esta plétora de descalificaciones e insultos, las posturas se tornarán cada vez más irreconciliables. Cataluña, España y Europa serán, al final, las máximas perdedoras.
En el ámbito deportivo, el Barça fue a Madrid a disputar el encuentro más atractivo en el mundo del fútbol. Pese a la superioridad azulgrana en la tabla de posiciones de la Liga, la legendaria rivalidad provoca que el resultado de este partido sea habitualmente impredecible. Después de un primer tiempo muy reñido, donde mi frecuencia cardiaca llegó al umbral de la fibrilación, sobrevino una segunda mitad plácida para mis ojos y anhelos. Para beneplácito personal, en los últimos 15 años, el estadio Santiago Bernabéu se ha convertido en una especie de campo de entrenamiento para el equipo blaugrana. Con un Messi imperial, acompañado por una orquesta sinfónica ya aceitada, alcancé el orgasmo futbolístico. Valverde es ciertamente mejor estratega que su contraparte Zidane, quien basa más su éxito en la veneración que le rinde la plantilla por su glorioso pasado como jugador, que en su habilidad con la pizarra técnica. Debo confesar, sin embargo, que mi estado de euforia fue rebajado por la tristeza que embargaba a mi amada compañera, una madridista empedernida, tan apasionada como yo en estos mundanos menesteres. Aunque, desde el terreno de las emociones, no es fácil digerir el revés, los fanáticos debemos comprender que esto es solo un deporte y que hay muchísimos temas más trascendentales en qué pensar y reflexionar en la vida. Lo decía Jorge Valdano: “el fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”. Así como el Barça es més que un club, María Teresa es més que una dona. Lo es todo para mí.
El autor es médico