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Estudiante de medicina, siglo XXI

La nostalgia por el pasado es un sentimiento automático de la edad avanzada. Comparar entre antiguos y nuevos tiempos es un síntoma patognomónico del envejecimiento. En ese proceso, resulta habitual escuchar frases alusivas a la pérdida de valores, a la relajación en la disciplina académica y a la laxitud en la dedicación laboral de los jóvenes modernos. Se tiende a menospreciar la capacidad, inteligencia e integridad de las generaciones que nos suceden. Nada más lejos de la verdad. Nadie es superior ni inferior a otro, sino simplemente diferente. La juventud se adapta a la época que le toca vivir, no a la que vivimos nosotros. Pretender, además, que los muchachos tengan que enfrentar las mismas condiciones y vicisitudes encontradas en nuestro recorrido formativo traduce una execrable mezquindad. Las personas sensatas procuran lo mejor para sus relevos.

La formación universitaria del médico se ha basado tradicionalmente en tres métodos: cognitivo, operativo y conductual. El método cognitivo se concreta a través de la transmisión vertical de conocimientos por parte del profesor. El estudiante aprende el cómo, el cuándo y el porqué de los manejos en medicina. Años atrás, se requería de la sólida información científica procedente del educador; ahora, con la revolución tecnológica e informática, el insumo conceptual no depende ya tanto del aula de clases. Al docente, ante estos desafíos, le toca ejercer de modulador de ese conocimiento externo, para que el joven asimile lo verdaderamente esencial y discrimine entre lo útil y lo fútil. El método operativo se obtiene mediante la enseñanza de habilidades y pericias, para que el alumno capte la manera correcta de realizar las actividades más artísticas de la profesión. La presencia del educador es más necesaria porque la transferencia de esas destrezas amerita la ejecución de prácticas supervisadas en tiempo real. El método conductual se imparte con el buen ejemplo de los ya formados. El aprendiz, por emulación, desarrolla actitudes y rutinas que guiarán su comportamiento laboral futuro. Un tutor es claramente imprescindible en este propósito, pero deberá disponer de tiempo, espacio y entorno para establecer una relación de confianza entre docente y discente e influir en el modelaje de la conducta de su pupilo.

En esta época, con tantas novedades en prevención, diagnóstico, tratamiento y pronóstico, el médico contemporáneo se ve sometido a múltiples dilemas en su proceder (aborto, viabilidad fetal, muerte digna, identidad de género, educación sexual, vientres de alquiler, edición genética, etc.). Resulta fundamental, por ende, agregar un cuarto método: el ético. Debemos reforzar la humanización en el ejercicio de la medicina, respetar la autonomía de los pacientes, eliminar las inequidades en la provisión de salud y enfatizar en la comunicación, amplia, cordial y veraz, para disipar las angustias e incertidumbres del enfermo. Así como el humanismo sin ciencia es una peligrosa charlatanería, la ciencia sin humanismo es un mero tecnicismo que puede fracasar estrepitosamente. La sanidad actual se enfrenta a pacientes cada vez más heterogéneos, a terapias más personalizadas y a una tendencia alarmante de reducción del tiempo disponible en la consulta. Agreguemos, además, la irrupción progresiva del ordenador que nos transfigura en médico-pantalla, algo que perjudica notablemente en la exitosa comunicación. Más allá de diplomas, prescripciones y cirugías, al doliente le interesa sentir que es atendido, escuchado y comprendido, que se tenga en cuenta su sufrimiento. No está de más recordar que el arte de la medicina consiste, muchas veces, en ilustrar y entretener al enfermo mientras la naturaleza, por si sola, se encarga de curar su enfermedad.

Estudiar medicina nunca fue fácil. La experiencia indica que si a un alumno le va mal en la facultad es porque no tiene una vocación acendrada, no estudia con ímpetu o no posee el talento suficiente para destacar en el campo elegido. Los factores más predictivos de un excelente rendimiento académico incluyen motivación, cociente intelectual, hábito de estudio y sacrificio personal. Es necesario aprender a pensar, a exponer y a refutar argumentos, a admitir que la conjetura científica es compleja en su origen, pero sencilla en su formulación, y, sobre todo, a descubrir los auténticos valores epistémicos en cada reflexión, porque ningún razonamiento efectivo puede prescindir del pensamiento crítico y del tamiz filosófico. La clave está en la disciplina individual. Ningún saber se puede transfundir. El lento y proceloso río que lleva al conocimiento y a la cultura no pasa por el cordón umbilical del profesor. Todo aprendizaje superior es fundamentalmente autodidacta.

¿Qué podemos, entonces, aportar los más veteranos para que los incipientes galenos sean mejores que nosotros? Demostrar que no quisimos ser médicos para ostentar una buena posición social, tener un vehículo mercantilista o conseguir un trampolín de lanzamiento a la política, sino para ayudar al prójimo en sus alifafes y ansiedades. Mostrar que aplicamos pasión por aprender lo que no sabemos, socializar lo que conocemos e investigar lo que dudamos. Borges decía que él no enseñaba literatura inglesa, sino el amor por la literatura inglesa. La educación médica, por tanto, no debe desligarse del gozo, de esa íntima satisfacción por lo que se estudia, se imparte y se ejecuta. Solo si una disciplina, una ciencia, un amor, vale mucho para nosotros, nos excita y nos arrebata, el estudiante estará dispuesto a sacrificarse para vivir su vocación con entusiasmo, probidad y rigurosidad. Urgen médicos comprometidos en el quehacer altruista.

El autor es médico



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